Viola

Crítica de Nicolás Prividera - Con los ojos abiertos

1. Como suele suceder con las operas primas, El hombre robado parecía encerrar todas las posibilidades futuras del cine de Matías Piñeiro, y aún así seguía siendo un enigma. Lo más notable no era la frescura con que jugaba a revivir a Rohmer en el Buenos Aires de inicios del siglo XXI (algo que otros cineastas del NCA han repetido con desigual suerte), sino el modo en que la historia parecía imbricarse con la Historia. Decía Llinás en su presentación: “Los personajes llevan nombres de personajes históricos, como sucedía con los cineastas en los viejos films de Godard. Nada de esto, sin embargo, aparece en el film como arbitrario; nada de esto es un capricho.” La “clave” parecía estar en la lectura de Campaña en el ejército grande de Sarmiento (texto que a su vez ocupa un lugar central en la historia argentina, ya que de allí –del posicionamiento ante los vencedores de Rosas en Caseros– surge su notorio enfrentamiento con Alberdi, en una de las más extraordinarias polémicas de las muchas que dividieron el siglo XIX). Pero ni en el film, ni ningún texto crítico sobre él, ni tampoco ninguna entrevista con el director alcanzan a establecer el sentido esa relación. Con su segunda película, Todos mienten (y con su minúsculo y autorreferencial artículo sobre “Sarmiento en el cine” que curiosamente forma parte de la Historia crítica de la literatura argentina), quedó claro que esas referencias no proponían otra cosa más que una suerte de “viaje estético” (como el que Viñas atribuía a los flaneurs finiseculares, en busca de un contacto con la alta cultura europea para luego devolverla a su origen libresco): es decir, Sarmiento funcionaba como cita “poética” más que política.

Lo mismo sucede con Shakespeare en sus películas siguientes, como asume Piñeiro en una reciente entrevista con La Nación: “tomo elementos de la cultura como pueden ser Shakespeare o Sarmiento para generar una especie de fábulas. Algunas pueden ser más tiradas de los pelos que otras, pero tratan de armar nuevas narraciones, y en ese sentido un texto de Shakespeare es como fotografiar un paisaje (…), es un elemento más del mundo que uno utiliza en combinaciones para generar ficción.” No se trata ya de una ficción atravesada por lo histórico (como la del mismo Shakespeare), sino de la ficción como lo otro de la Historia (como joyceano escape de su pesadilla, pero sepultando el sentido fatídico de esa evasión). No en vano Piñeiro apela al Shakespeare más “amoroso” (en todo sentido), despojando su juego de identidades de todo riesgo trágico, del mismo modo en que disuelve su apelación a anécdotas lejanas como forma larvada de referirse a los problemas de su tiempo (en el sentido contrario en el que Piñeiro va a buscar a un Shakespeare “universal”). De ahí que opte por sus comedias juveniles (Como gustéis, Noche de reyes), ideales para el ejercicio de estilo.

2. “Comedias de disimulo y disfraces”, según resume la diáfana critica de Viola en el New York Times+: “El lenguaje de Shakespeare, el que se escucha en español con subtítulos en inglés, estructura y enfatiza las rupturas ambivalentes y los encuentros tentativos”. Doble frescura para la extrañada mirada extranjera: por un lado, la sorpresa de oír en la lengua de Calibán los mismos parlamentos que suelen fatigar a cualquier escolar (de más está decir que el inglés de Shakespeare es para ellos tan arcaico como para nosotros el español de Cervantes); por el otro, la previsible certeza de que “los personajes pertenecen a una tribu urbana tan reconocible como trasnacional: su Buenos Aires podría ser Austin o Edimburgo, o Praga, o cualquier otra ciudad”. En suma: la tranquilidad de reencontrar la propia aldea en el mundo globalizado (y saber que no sólo se puede encontrar el mainstream de McDonalds en el último confín de la tierra, sino también el exquisito internacionalismo del savoir faire). Ese es el único modo en que el primer mundo puede soportar cierta sofisticación en el cine de la periferia: verlo como un reflejo invertido (como una victoria de la civilización sobre la barbarie…).

Lo que no puede percibir una reseña tan lejana como superficial es la relación menos inocente que une a Viola o Rosalinda con las obras de Shakespeare (así como lo que une sus alegres comedias juveniles con sus oscuras tragedias de madurez): aquello que el crítico menciona como “la relación inestable entre ser y parecer” y que se puede aplicar tanto a las películas como a la crítica misma (en su abierta confusión entre ligereza y levedad, entre gracia y frivolidad). Porque el juego de apariencias incluye la propia mirada (acrítica), sorprendida en ese especular ilusionismo que hace de la fluidez un valor y de la elegancia un arte (tan irreprochables como la juventud…): “se nos da conocer una serie de momentos efímeros y seductores que se entremezcla con los ritmos eternos de la juventud y se vincula con algo que es duradero y pretérito, una forma para nombrar al arte”. Lo que el crítico termina encontrando es, inevitablemente, su propia visión (est/ética) del mundo. Confrontémosla entonces con otras, incluso sin necesidad de renunciar a la ayuda de Shakespeare…

3. En el mismo año, pero del otro lado del juvenilismo, los ya octogenarios hermanos Taviani filmaron César debe morir, una película en la que reinventan su cine y dan una lección de (in)adaptación. Porque el Julio César de Shakespeare no es un cuerpo muerto que el film saquea, sino la sangre que vierte para reclamar su propia historia. La representación no tiene lugar en “lugares extraños de la ciudad en donde se llevan a cabo extraños mandados” sino en un espacio preciso (el pabellón de máxima seguridad de una cárcel), y los actores son presos cuyo “casting” consiste en su propia presentación. Porque no se trata, como el mismo Shakespeare sabía, de evocar los tiempos idos de una lejana Roma imperial, sino de asumir la propia experiencia (como evocaba Borges en una de las viñetas de El hacedor en la que dos gauchos remedan en su propia lengua la vieja escena de la traición). Es la literal encarnación del texto, y la experiencia liberadora que ello conlleva en una prisión (literal teatro del mundo) lo que expresa la verdadera tragedia de César debe morir: cuando los presos comunes se descubren realmente “vinculados con algo que es duradero y pretérito”, reelaboran su propia experiencia del tiempo perdido, y recuperan su propia subjetividad en ese aparente juego de roles. Shakespeare no es aquí mera excusa estética ni ilustración (en ningún sentido de la palabra), sino un terrible fantasma de la libertad…

4. Por el contrario, la inconsciencia de la propia prisión (como en una extraña versión lúdica de El ángel exterminador) es lo que se repite en las películas de Matías Piñeiro (asumiendo abiertamente un gesto que se encuentra en otros muchos films del NCA: la voluntad de conformar una comunidad cerrada, ajena al mundo). Pero para entender esa genealogía hay que remontarse al viejo NCA de los ’60 (repleto de jóvenes asfixiados), y a una película en particular que hizo del encierro una fiesta: The Players vs. Ángeles caídos, de Alberto Fischerman. Con relectura shakesperiana incluida (no en vano de La tempestad, una tragedia que quiere ser comedia) la película anticipa los juegos actorales del cine de Piñeiro de modo doblemente alegórico, ya que hoy podemos verla como una (in)voluntaria fábula sobre la esperanza frustrada de una generación que quiso ser moderna en un país salvaje (como la misma generación del ’37 evocada en Todos mienten).

Filmada en los fantasmales estudios Lumiton (representantes de un cine industrial que se había extinguido antes de nacer), y jugado como un enfrentamiento entre dos grupos antagónicos (como en la posterior Invasión de Santiago, pero aquí en clave nueva olera), The Players vs. Ángeles caídos es una curiosa muestra de apertura y clausura a la vez (como la que expresaba contradictoriamente el Di Tella y hoy el Bafici, digamos): ese alegre encierro es la contratara del que otros cineastas vieran con más preocupación, empezando por Torre Nilsson (que venía advirtiendo la endogamia de clase desde una década antes con sus adaptaciones de Beatriz Guido, y que actualizaría la cuestión con La terraza, en una tradición que llega hasta La ciénaga o Una semana solos). Lamentablemente, ni Nilsson ni Fischerman ni tantos otros pudieron –o supieron, o quisieron– escapar a las contradicciones (o a las determinaciones de la época, signada por una espiral de dictaduras que fueron agravando el aislamiento): sus veleidades vanguardistas se extinguieron bajo películas “populistas” (ya en democracia, Fischerman pasó de la notable Gombrowicz y la seducción a films exitosamente olvidables como La clínica del Dr. Cureta) como si no hubiera opción entre la reclusión indefinida y la perdición del rumbo, abismos simétricos del vértigo de la Historia. Y esa tragedia se repitió en el nuevo NCA, aunque ya no como tragedia sino como farsa (en ese sentido es visible la conexión entre el final de Los rubios –con su repliegue sobre la cofradía– y los inicios del cine de Matías Piñeiro –donde esa fractura se asume ya gozosamente, como si el hiato trágico entre los ´60 y los ’90 hubiera desaparecido…).

5. “Los personajes de Piñeiro están ligeramente desligados del resto de la sociedad”, dice Quintín en Cinemascope: “Se conocen por frecuentar los mismos lugares, y es como si sin saberlo pertenecieran a una secta, una aristocracia secreta en donde se constituye un vínculo entre ellos que resulta más poderoso que el amor y la amistad”. Todo lo que Quintín saluda es síntoma de los ya viejos problemas de parte del NCA. Lo que no es extraño, ya que Quintín muestra esa prescindencia de lo histórico (la misma que exaltaba con menos énfasis en La libertad) como una virtud exacerbada por la época: “Sería erróneo decir que Piñeiro es una cineasta político, pero su obra se posiciona como un intento de evitar la creciente atmósfera autoritaria de los años kirchneristas suprimiendo todos los vínculos con la omnipresente realidad política y mirando hacia un mundo aparte: un mundo de arte y artistas, en donde la gente vive sus propias vidas y están libres de las manos del estado”. Es decir: el mismo encierro que en el viejo NCA de los ´60 era el indeseado resultado de vivir en un país dictatorial, sería ahora un espacio de resistencia. El problema de esta lectura (no en vano afín los films que exalta) es su persistente imposibilidad de encontrar, literalmente, una salida a esa encrucijada histórica, en vez de optar una vez más por el encierro…

“Espectros y ecos del pasado le permite a Piñeiro escapar de lo ordinario y excluir o debilitar las conexiones con el presente, como si sus personajes estuvieran viviendo en el vacío, o en un país remoto. Incluso si la gente toma colectivos o están preocupados por dinero, no existe la vida cotidiana en los films de Piñeiro, porque la vida cotidiana se relaciona con la familia, la política, cuestiones sociales y empleos comunes”. En ese extraño mundo fuera del mundo, donde todo se vuelve tan abstracto como ideal, no queda otra sociabilidad que la de ese cerrado círculo identitario que confirma la propia pertenencia: “todos estos individualistas viven como mónadas, quienes intentan tener éxito en el amor y en el arte (…) se convierten en una entidad singular”: Nada parece poder perturbar esa entidad autosuficiente, y el afuera es expulsado para preservarla del tiempo (como en el cuento de Bioy Casares adaptado por Nilsson en su opera prima, que iniciaba sin saberlo esta saga de huidas de la Historia…).

6. No es curioso entonces que en este caso la crítica local no haya usado una película tan unánimemente elogiada como ariete para señalar el camino que debe tomar el cine independiente argentino. Y no porque en este caso sea más difícil de proponer que con Historias extraordinarias (lectura más consciente del imperativo borgeano de “El escritor argentino y la tradición”) o El estudiante (que también puede suceder en cualquier ciudad sofisticada pero exhibe el fantasmático peso de la Historia), sino porque el cine de Piñeiro renuncia a esa ambición: su internacionalismo permite no sólo dejar de preguntarse como lee Piñeiro a Sarmiento (asumiendo la insignificancia de esa “clave”), sino dejar de pensar sus películas en relación a la propia historia (aunque más no sea la del cine argentino…). Frente a esas cuestiones inquietantes (como trasluce la nota de Quintín), no sorprende que se prefiera ver a Viola como ejemplo de “un cine resplandeciente, seguro y estable” (tal como la caracteriza sin ambages Javier Porta Fouz en su crítica para La Nación).

Y esa ya nada curiosa uniformidad *es lo que hace ruido (“about nothing”), ya que la crítica parece resignada o encantada ++ por no encontrar ningún rasgo renovador en Viola (cuya asumida base teatral es tan tradicional como las que se pueden ver en el teatro San Martín…) y a la vez poder proponerla como una muestra de modernidad (para lo que basta citar la referencia a la Nouvelle Vague, como si su mera reactualización bastara). Pero incluso lo más citado (el juego del teatro dentro del teatro) no proviene de Rivette ni de ninguna otra vanguardia del siglo XX sino del mismo Shakespeare: sólo que en Hamlet ese barroquismo alcanza, -como explicitó Borges- una cualidad abismal, que es todo lo contrario de una visión “resplandeciente, segura y estable”… Esa domesticación es más bien como el triunfo final de Próspero sobre Calibán a través de Ariel, en La tempestad.

7. Coda: Recordemos que La tempestad es la última obra de Shakespeare, y en ella parece transfigurar sus comedias juveniles luego de haber atravesado sus grandes tragedias. Ariel (una de esas delicadas criaturas del aire hechas de la materia de los sueños) y Calibán (la metáfora más famosa que Europea haya dado sobre América) representan las caras celeste y terrestre del alma humana, esclavizada por la naturaleza y liberada por el espíritu (así como Miranda es el corazón de de su tiránico padre Próspero), en esa isla que el cine evocaría tantas veces, de Metrópolis a Forbidden Planet, aunque siempre en la lengua del conquistador: “Salvaje, cuando tú no sabías lo que pensabas y balbucías como un bruto, yo te daba las palabras para expresar las ideas. Pero, a pesar de que aprendiste, tu vil sangre repugnaba a un alma noble. Por eso te encerraron merecidamente en esta roca, mereciendo mucho más que una prisión”, a lo que Calibán responde “me enseñaste a hablar, y mi provecho es que sé maldecir…”

Dos siglos más tarde, Hegel evocaría la revolución haitiana en la shakesperiana dialéctica del amo y el esclavo de su Fenomenología del espíritu, y desde entonces las lecturas latinoamericanas de Ariel y Calibán (desde los ensayos de Rodó y Darío a fines del siglo XIX a las vanguardias modernistas) se debatieron entre asumir el rol de uno y otro en relación a la dominante mirada europea. El cine latinoamericano (pese a los intentos de Ruiz o Rocha, por nombrar a los mejores representantes de ambos mundos) nunca logró salir de esa doble determinación: en sus formas más serviles es simétricamente etéreo o brutal (ingrávido o irracional), como si no tuviera más opción que seguir cautivo de la mirada de Próspero.