Vikingo

Crítica de Natalia Cortesi - ¡Esto es un bingo!

Barras bravas

Es curioso que una película donde se mencionan varias veces los códigos y valores, y que recibió numerosas críticas que la elogian, en parte, por tener esos mismos códigos y valores como núcleo central de su trama, tenga como protagonista a un hombre que perdona a un amigo por haber matado a su sobrino, incluso luego de haberle contado que mantener a ese chico sano y salvo fue una promesa hecha a su madre muerta.

Molesta, y mucho, la gran incoherencia que padecen los personajes de Vikingo. Y no se trata de matices o contradicciones enriquecedoras; acá no hay medias tintas posibles. En el universo motoquero, viril y suburbano que plantea su ficción (pero que se intuye tiene mucho de documental) todo es urgente y vital, y si hay que pegarle a un hijo o a una mujer, matar a alguien, coger con quien sea, nadie tiene tiempo para la reflexión o la duda. En esas condiciones, uno puede llenarse la boca hablando de códigos, pero en la escena siguiente hacer todo lo contrario.

El Vikingo pontifica sobre el respeto a la mujer, pero engaña a la suya y la mantiene en condiciones de semisumisión; cuida a su sobrino porque se lo prometió a su madre, pero golpea a sus propios hijos. Aguirre hizo y hace demasiadas cosas como para describirlas sin develar demasiados detalles, pero al menos obtiene una módica redención al sacrificarse. En todo caso, hay un solo código de conducta: el de la amistad entre motociclistas, que está por encima de la vida, de la familia, de la mujer, del amor. Y además, es un código bastante laxo y extraño, ya que Aguirre es perdonado en virtud de él, a pesar de haberlo roto.

Es cierto que la mayor potencia de Vikingo radica en sus escenas colectivas. Son los pocos momentos donde sí aflora una hermandad, una alegría por la alegría misma, por el sólo hecho de compartir (un asado, una cerveza, un encuentro sexual, el baile, la pasión por las motos). Pero se sospecha que esa sensación proviene del registro documental de momentos genuinos (sobre todo en los encuentros de los motociclistas). En una entrevista, Campusano confirma la sospecha al comentar que la escena de la fiesta que deriva en orgía fue sugerida por uno de sus protagonistas, y que la aceptó al saber que esa fiesta era algo que el susodicho y sus amigos hacían todos los sábados normalmente.

Esta autenticidad, derivada del buen aprovechamiento de no actores y de situaciones reales, no se contagia a otras escenas. Muchos diálogos no se sostienen, suenan forzados. Quizás es en Aguirre donde ese dialecto marginal se convierte en un hablar más verosímil. Algo parecido pasa con la puesta en escena, que hay que reconocer, tiene una intensidad extraña y poderosa en las escenas colectivas ya mencionadas, y en la mostración de toda la iconografía de las motos y los motociclistas. Iconografía que emparenta a Vikingo con el western mucho más que la historia del outsider y su módica épica marginal: esos planos que recorren botas, fierros, cascos, tatuajes, camperas de cuero y por supuesto, motos, tienen toda la nobleza de la que carecen los personajes.