Un maldito policía en Nueva Orleans

Crítica de Juan Aguzzi - Espacio Cine

Visión dislocada del mundo

Afincado en Los Ángeles desde hace unos años, el insigne Werner Herzog parece sentirse cómodo para filmar en un país en el que históricamente rehusó llevar a cabo cualquier proyecto. Excepción hecha por la parte norteamericana (la producción era totalmente alemana) de La balada de Bruno S. (1977), donde, claro, se aprovechaba de los excedentes del sueño americano al que su singular criatura venida de Europa veía como en un espejismo. Luego participó como actor en Julien Donkey Boy (1997), de Harmony Korine, y pocas cosas más como su aparición en documentales o documentales hechos por él con alguna participación estadounidense, pero siempre tangencialmente; su resistencia a entrar en ese sistema de producción fue equivalente a la de la mayoría de los protagonistas de sus films frente a las adversidades de las fuerzas exteriores, llámense naturaleza, furia animal o humana, o locura íntima.
Pero las cosas cambian, y Herzog viene de hacer un film con producción norteamericana sobre Vietnam llamado Rescate al amanecer (2006) no estrenado aquí comercialmente, y acaba de rodar My son, my son, what have ye done, un thriller de terror producido nada menos que por David Lynch. En el medio, en 2009, hizo Un maldito policía en New Orleans, una reversión bastante libre de la emblemática Bad lieutenant que Abel Ferrara hizo en 1992 con un impagable Harvey Keitel como el torturado teniente de policía que hacía metástasis con el sufrimiento y el perdón cristianos. Lejos de aquella mirada piadosa, el maldito policía de Herzog está más cerca de los personajes habituales del realizador alemán, aquellos en conflicto con un mundo que les resulta hostil, que carece de garantías para su supervivencia y que más tarde o más temprano están condenados al fracaso. En casi todos los casos, la rebelión que asumen los envuelve en el desenfreno o los acerca al umbral de su propia muerte.
El teniente McDonough asume todas estas características y las hace funcionar a partir de un cinismo a toda prueba; toma cocaína todo el tiempo, la que por supuesto consigue sacándola de los depósitos de la policía donde se guardan los secuestros de droga, o quedándosela cuando aprieta a alguien en una tranza minúscula; la necesita para él y para su novia, una prostituta de lujo que habita una suite en un gran hotel; tiene un padre ex alcohólico exonerado de la misma fuerza, y cada vez se encuentra más sepultado por deudas de juego. El teniente es un compulsivo en estos menesteres y además se comporta de igual manera para las investigaciones que lleva a cabo: poco cuidado ante situaciones de riesgo y un acelere que apenas lo deja dormir un par de horas sobre una camilla en una oscura oficina policial.
Hasta aquí, los días y noches de este maldito policía se parecen bastante al que supo crear Abel Ferrara, a excepcón hecha de la distancia actoral entre Keitel y Nicolas Cage, que encarna a McDounog, de quien Herzog, hay que admitirlo, aprovechó muy bien su catálogo de tics manieristas. Pero sin dudas el estar puesto de Keitel seguirá siendo insuperable, como así también cierto tempo narrativo que detallaba la carga interior del protagonista.
En Un maldito policía en New Orleans el ritmo de la acción es tan frenético que las opacidades y los brillos del teniente pasan desapercibidos, sólo en los ataques de cólera o de risa o en su constante dolor de espaldas, el personaje cobra una estatura acorde a su percepción dislocada del mundo. Sus visiones atravesadas por un flujo permanente de cocaína y falta de sueño adquieren la forma de las alucinaciones, y es en estas secuencias donde Herzog vuelve su relato más personal, escapando a ese itinerario bastante cercano a las vicisitudes del policía del maldito Ferrara. Es que no hay mucho nuevo en el tránsito hacia el fondo de este drogón impenitente, sólo su ateísmo, en marcado contraste con el catolicismo que profesaba su antecesor y la investigación de un crimen cuádruple en vez de una violación seguida de muerte.
Tanto en esas alucinaciones de McDounough como en la New Orleans arrasada por el Katryna que es el ámbito de la acción y hasta en el magnum 44 a la vista de todos que ostenta el teniente, el relato adquiere otra fibra, más demente, más obstaculizada, más imaginaria. Unas iguanas que entonan un blues, el alma de un gangster que queda bailando mientras su cuerpo yace acribillado a balazos, el final en el que a McDounough se le arreglan los problemas y él aparece enderezarse para luego volver a la senda que nunca pensó dejar de andar, rozan un clima de pesadilla, como si Herzog tamizara sus inquietudes estéticas en una mirada afiebrada sobre, en este caso, el sur profundo estadounidense. Y allí, justamente, redimensiona la historia y la hace suya.