Plegaria para el sueño del niño El último film de Andrzej Jakimowsky trae a las carteleras locales un cine con mucha tradición. Con Roman Polanski a la cabeza, el cine polaco ha dado una notable cantidad de autores a lo largo de su historia. Un cuento de verano (Tricks, 2007) se nutre de sus antepasados cinematográficos y nos ofrece un pequeño retrato urbano, una fábula condimentada con las pequeñas tragedias de la vida real. En una alejada región polaca, un niño solitario y taciturno pasa sus días recorriendo las calles de su barrio. La figura de su madre apenas si interviene en la vida del chico, abandonado por su padre. El film aborda la ilusión de este joven por recuperar la imagen parterna y los trucos, juegos y artimañas que emplea para convencer a un hombre (a quien cree su padre) para que permanezca en el pueblo y se reencuentre con su familia. El film, al igual que la corriente cahierista de la Nouvelle Vague allá, en los años ‘60, valoriza los tiempos muertos de las acciones y contempla el transcurrir más elemental de la vida del hombre. Cercana también a cierto espíritu neorrealista, la película se adentra casi con documentalismo en lo cotidiano de su gente, su pueblo, sus calles. Andrzej Jakimowsky traza con paciencia y letargo la transición que representa ese periodo de la vida tan traumático como es el abrirse paso hacia el mundo de los adultos. La perdida de la inocencia, el fin de la ilusión, el descubrir la vida que espera del otro lado del umbral, son algunas de las temáticas que atraviesan a esta historia simple, pero conmovedora. Con la espontaneidad y la frescura que transmite la niñez, Un cuento de verano rescata con pureza infantil la magia del amor. Allí donde las vías ferroviarias sirven de escenario, el ir y venir del gentío que lleva y trae miles de rostros desconocidos no son más que el paisaje diario de un niño añorando el regreso de su padre.
No es Rohmer, pero... Aunque el título de estreno local aluda al cine de Rohmer (el original sería algo así como Trucos) y se trate, efectivamente, de una tragicomedia ligera y veraniega, este segundo largometraje de la promesa polaca Andrzej Jakimowski (premiado en Venecia y enviado por su país a la lucha por el Oscar extranjero) no tiene demasiados puntos en común con la filmografía del fallecido gran maestro francés. Un cuento de verano es, en verdad, una típica historia pueblerina sobre personajes de clase trabajadora; es decir, gente sin grandes hitos en sus vidas en medio de una comunidad bastante sencilla y rutinaria (por momentos, me hizo recordar a ciertos films británicos de Ken Loach o Stephen Frears). El film está narrado desde el punto de vista de Stefek (Damian Ul), un encantador y algo perdido niño de 6 años y -en menor medida- desde el de Elka (Ewelina Walendziak), su atractiva hermana de 18. La ausencia de un padre que los ha abandonado hace tiempo y la escasa presencia materna, hace que especialmente él sienta una ausencia que lo hace vagar por las calles, seguir a Elka y a su novio mecánico, y obsesionarse con un hombre al que encuentra cada día en la estación ferroviaria y que cree es su papá. Así, mientras su hermana se esfuerza por aprender italiano e ingresar a una compañía de ese origen, Stefek deambula sin rumbo y sin podr conectar con gente de su edad. Entre trenes, palomas, autos usados y personajes bastante simpáticos, Un cuento de verano se convierte en una experiencia disfrutable, aunque al mismo tiempo -por las propias limitaciones de sus aspiraciones- en un film sin grandes hallazgos. Fábula agridulce sobre los sueños, búsquedas, contradicciones y frustraciones de gente común, encuentra en la fluidez de sus intérpretes no profesionales, en la ternura nunca impostada de su tono, en su apuesta humanista y en su mirada luminosa a sus mejores aliados.
El niño que miraba pasar los trenes En un pueblito polaco, anclado en la era pre-Internet, transcurre esta historia que no deja de ser, precisamente, un sencillo “cuento de verano”. El film trae ecos de cierto cine del este europeo de los años ’60 a ’90, con una notable actuación del debutante Damian Ul. El aire quieto, atemporal del pueblito, la casi total ausencia de rasgos de la modernidad, el pequeño cuento –preñado de lo que podría llamarse luminosa melancolía– que se narra a través de los ojos de un niño. Nominada por su país al Oscar 2009, Un cuento de verano (Sztuczki en el original, Tricks para su distribución internacional) trae ecos de cierto cine europeo (de Europa del Este, sobre todo) de los años ’60 a ’90. Películas como Trenes rigurosamente vigilados, Mi pequeño pueblito, Papá salió en viaje de negocios tal vez vengan a la mente. Pero el segundo film de Andrzej Jakimowski (Varsovia, 1963) no apunta a un costumbrismo cómico-colorido, como las del checo Jiri Menzel, ni se deja desbordar de pasión gitana, como podía entreverse ya en las primeras de Emir Kusturica. Jakimowski prefiere narrar ese verano –clave, tal vez, en la infancia del pequeño Stefek– frenando todo posible descarrilamiento hacia el exceso lírico o la forzada epifanía. Tal vez sea ese afán de contención, antes que el modo de relato elegido, el que ancle en la modernidad este cuento de aspecto tradicional. Viene a cuento lo del descarrilamiento, ya que los trenes son uno de los motivos recurrentes de esta película hecha, en buena medida, de motivos recurrentes. Los trenes, las palomas de un vecino, los reiterados intentos de la hermana por lograr una entrevista en una empresa de la zona, ciertas cábalas (los “trucos” a los que alude el título en inglés) y, sobre todo, el señor de traje y attaché que espera en el andén. Esas cosas llenan los días de Stefek (notable, el debutante Damian Ul) en esas vacaciones. Parecería que lo que obsesiona a Stefek es todo lo que parte. Por eso, tal vez, las continuas escapadas a la estación de tren, la fijación con hacer volar a las palomas, la posibilidad de que su hermana Elka (Ewelina Walendziak) consiga trabajo y se vaya. Todo indica que el señor de la estación es la causa de esas obsesiones. Aunque Elka lo niegue enfáticamente, algo le dice a Stefek que ese señor es su padre. El que alguna vez dejó a la mamá y se fue. Por más que la única foto que tenga de él esté toda rota y pintarrajeada. Intervenida, se diría, por un Stefek furioso. Las cábalas son el modo que Stefek tiene de invertir la suerte. Además de oportunos cruces de dedos, las cábalas consisten básicamente en ciertos amuletos, estratégicamente colocados para producir magia. Monedas de cinco y diez zlotiks y soldaditos de juguete, que el chico coloca entre los rieles o al costado de los durmientes, confiando en hacer parar los trenes que todos los días se llevan al señor de traje. Apoyado en actores que si son perfectos es porque en lugar de actuar se abocan a encarnar sus personajes, Jakimowski cierra el paso a todos los demonios que suelen cercar esta clase de relatos: el ternurismo, la demagogia, el trasnochado costumbrismo pueblerino, el armado remate redentor. El pueblito de Un cuento de verano (título que suena a Yasujiro Ozu, obra de la traducción local) no es dulce ni colorido, sino antes bien quieto, inmovilizado en una era pre-Internet, pre-chat, pre-twitter. Pre-todo, podría pensarse desde esta modernidad periférica. En la larga siesta del verano Stefek no ve la tele, no juega con la play, no chatea: vive en un tiempo de soldaditos, escapadas de casa y paseos con la hermana, a la que le arruina las salidas con el candidato. Podría llegar a arruinarle también la salida laboral, gracias a una inoportuna meada de apuro sobre el auto del director de la fábrica. Que es italiano: para salir del pueblito, parecería, hay que hablar otro idioma. Pero el varsoviano Jakimowski tampoco se permite chorrear desprecio urbano por el pueblito estacionado en el tiempo. Se limita a registrarlo, con la mirada de un forastero atento, no prejuicioso. Cuando asoma el posible remate esperanzador, Jakimowski lo deja en suspenso, como una nota en el aire cuyo siguiente acorde se desconoce. En cualquier caso, si Stefek logró acaso torcer la suerte, fue a costa de un sacrificio ajeno. Tal como la hermana le había anticipado que funcionaba esta clase de cábalas, sin saber quién terminaría resultando el cordero de esa pira.
Agridulce infancia Fábula delicada y serena sobre un chico que busca a su padre. Un cuento...parece, en el mejor sentido, una película antigua; deudora, en parte, del cine de Truffaut y del neorrealismo italiano. En épocas de vértigo e impacto visual, muchas veces vacío, Andrzej Jakimowsy opta por narrar -desde el punto de vista de un niño- una fábula delicada, sencilla, contemplativa, de ritmo sereno, salpicada de humor agridulce. El resultado es bello y sutilmente melancólico, conmovedor. Remarquemos el “sutilmente”, porque el punto más fuerte del filme es su falta de sentimentalismo. La historia, que transcurre en un humilde pueblito polaco, se centra en Stefek, un niño de 6 años, criado (a los tumbos) por su hermana de 17, Elka. La madre vive con ellos, pero es un personaje ausente. El padre está ausente de verdad: se fue con otra mujer. Stefek, que suele recorrer la estación de tren, cree que un hombre al que suele ver en un andén es su papá. Con estos elementos, el lector imaginará una historia lacrimógena, plagada de mensajes de vida. No. Stefek -gracioso y simpático incluso en su gestualidad; un acierto absoluto de casting- aplica pequeños trucos y manipulaciones para que el desconocido tenga que acercarse a su madre. La película avanza desde el naturalismo hacia una suerte de fábula sin grandilocuencias ni moraleja, matizada por cierto misterio y una pintura social sin estridencias. Más algo de metafísica: la pregunta de qué parte de nuestro destino podemos modificar si de verdad lo deseamos. Un cuento..., como toda buena obra, no da respuestas: va dejando estelas de interrogantes mientras navega (con buen timón) desde la costa de la infancia hacia la del mundo adulto. Elka tampoco llegó a destino. Está tan lejos de una orilla como de la otra: cría, como puede, a Stefek; busca, con poca suerte, entrar en el mundo laboral postcomunista; se relaciona con un novio, mecánico, que se maneja mejor con motos y autos que con mujeres. Todos estos personajes -interpretados por actores profesionales y por debutantes- podrían ser dignos de lástima, pero, gracias al director polaco, provocan ternura y sonrisas (tal vez) amargas. “Este filme está dedicado a mi hermana. Ella me sentaba encima del ropero cuando era niño, y yo quedaba temporalmente inhabilitado para hacer tonterías. Desafortunadamente, ese tiempo ya terminó”, declaró Jakimowski. Disculpe el lector la transcripción gacetillera. Pero la frase contiene las virtudes de la película.
El niño que jugaba con la suerte Una encantadora comedia dramática del joven y talentoso director polaco, Andrzej Jakimovski, que combina la realidad del mundo adulto con la mirada inocente y mágica de la infancia. Galardonado con más de 30 premios internacionales y fiel exponente del cine de autor, Un cuento de verano narra con una mirada contemplativa, ingenua y enternecedora, una historia sencilla y realista sobre la relación entre un niño, su hermana y su padre ausente. En un pequeño y rutinario pueblo del interior de Polonia, donde nunca pasa nada, un niño de seis años que pasa sus horas vagando y jugando en la estación de ferrocarril descubrirá a un hombre que podría ser su padre. Mientras su hermana intenta conseguir desesperadamente un trabajo y su madre atiende el negocio, Stefek (Damian Ul) desafía la suerte e intenta alterar el destino de ese hombre, para que vuelva con su madre. Su hermana mayor Elka (Ewelina Walendziak), le enseñara trucos cotidianos para sobornar a la suerte y manipular el destino, que mas tarde también usará para controlar la vida amorosa de la misma. Embebida de un realismo, personajes costumbristas y la presencia de los vínculos familiares propios del Cinema Verite y el Neorrealismo italiano, Andrzej Jakimowski, nos aporta un cine polaco con estilo propio mixturando lo poético con lo cotidiano y contrastando la ingenuidad de la infancia con una realidad familiar y social de una Polonia en crisis. La belleza y excelente interpretación de estos actores no profesionales (Damian Ul ganó el premio al Mejor Actor en el Festival de Tokio 2007 y fue candidato al Polish Eagles 2008), dotan a los personajes de un naturalismo y espontaneidad que sumados a la muy buena fotografía y la banda sonora que discurre entre el jazz y divertidas tarantelas, logran transportar al espectador al pueblo mismo. Ante el vertiginoso ritmo de los films de acción, el abuso de la cámara en mano y montaje de atracciones que actualmente invade la pantalla, Un cuento de verano es la oportunidad de disfrutar de un cine de autor que resalta lo bello de lo cotidiano.
El poder de la imaginación infantil No sucede mucho ni hay demasiado que hacer durante el verano en el soñoliento pueblito polaco donde vive el pequeño Stefek en la casi constante compañía de su hermana mayor y a veces también la del joven mecánico que la pretende y que suele incluirlo en sus paseos en moto. Al padre no lo conoció porque se fue hace mucho a vivir lejos, "atrapado por otra", y los abandonó a ellos y a su madre, ahora siempre ocupada en la atención de su negocio. Pero el chico de seis años, a través de cuyos ojos el polaco Andrzej Jakimowski echa una mirada entre realista y poética a la calma rutina del lugar, jamás se aburre. No le alcanzan las horas para observar lo que hay a su alrededor, y sobre todo para poner a prueba los extraños trucos capaces de torcer el destino que ha aprendido de su hermana. Basta poner concentración y perseverancia, hacer algún pequeño sacrificio y a veces ayudarse con una moneda o un soldadito de plomo (también conviene mantener cruzados los dedos) para que, por ejemplo, cambie la suerte de un vendedor de manzanas al que nadie le compra, o para que, sin mover un dedo, la bolsa que ha dejado cerca del canasto de desperdicios termine al rato dentro de él. Con tanta fe en sus poderes, no extraña que quiera aplicarlos para recuperar al padre cuando cree identificarlo en un desconocido que suele quedarse en la estación local, fumando un cigarrillo entre un tren y el siguiente. Sólo debe lograr que el viajero, con quien traba alguna relación, permanezca en el pueblo el tiempo necesario para que se encuentre con su madre. El natural encanto del mundo de la infancia no cede aquí un palmo al sentimentalismo. Una tenue y delicada poesía, el humor más diáfano y cierto aire melancólico (obra del tratamiento de la luz y de la música) envuelven tanto el sencillo cuento del chico como la pintura de la vida pueblerina y de sus habitantes, tarea en la que Jakimowski combina precisión documental, ternura y sensibilidad. Entre otros hallazgos del film hay que anotar la relación entre los hermanos, a la que mucho aporta la transparencia de un elenco (en especial Damian Ul y Ewelina Walendziak) en el que no hay profesionales.
Ayer se estrenó este film polaco de 2007, ganador de varios premios entre los que se cuenta el festival de cine de Venecia y que fuera en su momento presentada para el Oscar a mejor película extranjera. Pero todo llega afortunadamente y hoy podemos disfrutar esta comedia dramática, costumbrista, en pantalla grande. Similar a como lo haría Sorín aquí, se me ocurre, Andrzej Jakimowski focaliza la atención en Stefek, un pequeño de unos 8 o 9 años, muy solitario, que nunca ha conocido a su padre y que pasa sus días vagando por el pueblo de Walbrzych ahora visitando a un vecino con palomar, paseando en moto con el pretendiente de su hermana o acompañando a esta a una interminable entrevista de trabajo. Un día cree ver a su padre en la estación de tren del pueblo y comenzará a idear sobre la marcha, y gracias a las "enseñanzas" de su hermana de que el destino es manipulable, un plan para traerlo de vuelta a casa. Es uno de esos films contemplativos donde veremos al niño vivir entre las vías del tren y la puerta de una gran empresa italiana mientras cruza sus dedos lealmente porque su hermana se lo ha pedido. Un niño que se gana el corazón del espectador de inmediato al igual que seduce a su entorno a lo largo de la escasa hora y media que dura la historia. El pequeño Damian Ul supo así arrebatar muy merecidamente el premio a mejor actor en el festival de cine de Tokio. Es que Un cuento de verano es eso, una historia puntual y sencilla pero llena de grandes pequeños momentos. Un film que no necesita golpes bajos para hacerse con la emoción del espectador y que tiene la última media hora más hermosa del año. De destacar realmente el trabajo fotográfico de Adam Bajerski quien sella el film con tonalidades de pasteles y sepias que envuelven la historia en una visión de recuerdo entrañable. Una historia que habla cuando se debe y calla cuando se necesita, que alude y honra de alguna manera al cine realista italiano en muchas de sus escenas- y quizá no sea en vano ver a Elka, la hermana, practicando diálogos en italiano mientras lava platos en un club del pueblo. Una historia en definitiva con sentimiento que se acompaña con una muy buena música. Un cuento de verano es uno de esos films para respirar hondo y meterse de lleno en la cotidianidad de los habitantes de un pueblo pequeño, un pueblo como el que muchos alguna vez hayamos visitado o vivido, una historia sobre el mundo a través de los ojos de la infancia.
TRENES TIERNAMENTE VIGILADOS Film polaco filmado en el año 2007, Un cuento de verano, cuenta una historia sencilla acerca de un niño de seis años que durante un verano encuentra a un hombre, de quien cree que podría ser hijo, y hace lo posible para acercarse a él. Las películas pequeñas siempre han corrido una suerte complicada en la historia del cine. Ni que hablar de la cartelera actual, donde aparecen y desaparecen docenas de films sin que nadie se entere de que se han estrenado. Sin grandilocuencias, sin estrellas, sin golpes bajos, sin recursos visuales de supuesta modernidad, Un cuento de verano es tan sencilla en su forma como interesante en su contenido. Una mezcla agridulce que desde hace décadas suele ser una de las características del cine de Europa del Este. Stefek, un niño de seis años, en sus vacaciones de verano decide torcer las fuerzas que lo rodean para lograr que su padre, que años atrás abandonó a su madre, se acerque a él. Sin recordar su rostro, cree que un hombre que toma el mismo tren en la estación del pequeño pueblo podría ser su padre. Lo ayuda en esa cruzada su joven hermana, quien a su vez está aspirando a un trabajo en una empresa cuya sucursal local le permitiría un progreso laboral importante. Comencé diciendo que éste era un film pequeño, agreguemos que posee una gran ternura, una sutil belleza y que explora sin estridencias ni pesadez los complejos caminos que se abren delante de nosotros frente a cada decisión. Lejos, muy lejos de los films que hacen del azar un tema pomposo y grave, Un cuento de verano apuesta a que simplemente las decisiones cambian nuestros planes y que, sin saberlo, el beneficio de uno produce sin intención el perjuicio de otro. ¿Pero es el azar lo que cambia todo? ¿O simplemente la fuerza que lleva a alguien a decidir algo alcanza para que otros resignen sus proyectos el tiempo suficiente como para perderlos? Con el tono agridulce propio de estas cinematografías, algunas escenas despertarán una sonrisa y otras, una sobria emoción. Un detalle que habla muy bien de la película es que a pesar de todas las tentaciones posibles, el realizador no convierte a este pueblo chico en un infierno grande. Pero tampoco lo idealiza. Ni sordidez ni paternalismo, Un cuento de verano se impone por su delicada mirada y su gusto por la belleza. Nada de esto le impide, a su vez, abrir interrogantes acerca de los eventos que rodean nuestra existencia.
Brillante, lozana y mágica fábula sobre el despertar de la vida Esta realización puede y debe ser tomado como una brillante y lozana fábula sobre la infancia, mágica y cándida, una película sobre la sugestión en el despertar de la vida, donde empezamos a aprender que no todo es color de rosa. Se trata de una comedia en parte costumbrista, en parte dramática, pero inundada de compasivos sentimientos. Construida, escrita y narrada con ternura, mucho humor, por momentos desde un realismo cotidiano, y otros desde el realismo mágico, versa sobre los sueños y la esperanza de verlos cumplidos en la realidad, donde el azar podría ser una variable importante pero no de libre albedrío. Este segundo largometraje del joven y perspicaz director polaco Andrzej Jakimovski, se ha difundido con mucho éxito en más de 20 países, y fue merecedora de múltiples premios internacionales, incluyendo la Linterna Mágica en el Festival de Venecia, y mejor película nacional en Polonia.. Fue la producción que represento a su país en los nominación de los premios Oscar en la edición de 2009. Todo transcurre en una pequeña y rutinaria ciudad, donde Stefek, un niño de alrededor de 8 años, juega con las palomas, con sus soldaditos de plomo, y tiene en su imaginación a su mejor amigo. La obra comienza con una dedicatoria, “A mi hermana, que seguramente quería ponerme encima del placard..” Él controla todos los movimientos de su hermana unos 10 años mayor, Elka, principalmente aquellos concernientes al noviazgo y el amor. También tiene un deseo oculto: hacer que su padre vuelva a casa, para ello debe provocar al azar, allanar el camino del reencuentro. Personajes muy bien construidos de tintes costumbristas, relato con inversiones imprevistas, hacen de este una exquisita obra cinematográfica.
Flâner. Un cuento de verano es una excepción dentro del panorama del cine polaco contemporáneo, dominado desde la post guerra por películas que describen una realidad difícil con gente desesperada. Las influencias hay que buscarlas en el cine del checo Jiri Menzel (especialmente en Un verano caprichoso y Mi dulce pueblito), con quien comparte el gusto por un costumbrismo contenido y sutil, el humor lacónico y los personajes que desbordan humanismo. Algunos dirán que Jakimowski no posee una verdadera conciencia política o social, y tal vez sea cierto, pero este aspecto resulta poco relevante cuando nos encontramos ante una obra que apela a la poesía sin resultar pretenciosa ni superflua. Un cuento de verano propone su ritmo sin forzar la adhesión, la película es un elogio a la contemplación y al sosiego asumido. El ambiente bucólico se asocia a la claridad de la luz e irradia desde la pantalla un suave efecto que deriva en una sensación de libertad, de vagabundeo apacible dentro de una burbuja fuera de tiempo, relajada y lúdica. Stefek es un pequeño de seis años educado por su madre y su hermana mayor que asume el papel simbólico de un padre ausente que el niño busca y cree reconocer en cada esquina. Parte de su rutina consiste en observar a un hombre que espera un tren sobre el andén de la estación y que despierta su curiosidad. Stefeck lo compara con una vieja foto de su padre, garabateada y perforada que guarda en su bolsillo, y se persuade de que es el hombre esperado. Como su hermana está demasiado absorbida por entrevistas laborales para concederle la menor importancia, Stefek intenta forzar el destino con pequeños trucos, en los que se halla la cándida delicadeza de la película. En el decorado primordial de la estación, lugar dónde todo es posible, Stefek lanza monedas a las vías como una apuesta al destino, utiliza sus soldaditos de plomo como amuletos para llevar felicidad y cruje los dedos para torcer la suerte. La película celebra la fe irreducible del niño, que con estos pequeños gestos inocentes pretende causar secuencias inesperadas que acerquen poco a poco al padre hacia el hogar familiar. Parte de su encanto reside en la falta de referencias temporales, la ausencia total de rasgos de modernidad que habilita al pequeño a pasar sus días de manera natural entre la estación, los paseos con su hermana o las traviesas escapadas de casa. Este aire atemporal hace que el espacio nos resulte familiar y podamos entregarnos a un ameno paseo, deleitarnos frente a un mordisco de sandía o detenernos a contemplar a unas muchachas bañándose en el río. El director registra las costumbres de un pueblo que vive en un estado de siesta permanente, sin prejuicios ni demagogia, y se instala, sin hacer mucho ruido, en la lista de jóvenes realizadores de Europa del Este a seguir.
El pequeño Stefek es el corazón y el espíritu de Un cuento de verano y es quien permite que se sostenga y funcione la ligereza del relato. En tiempos de orígenes nolanescos, donde para incidir en el destino y las decisiones de los demás hay que crear infernales mecanismos de puesta en escena, a Stefek y Elka les alcanza con olvidar intencionalmente un paquete de papel madera con una hamburguesa en su interior. Películas como Un cuento de verano son un soplo de aire fresco que nos devuelven la mirada al mismo centro del cine, a lo que importa verdaderamente: los personajes y la historia, retroalimentándose. Sin embargo, esa no es la única lección que el polaco Andrzej Jakimowski nos deja. Verdadero antídoto contra películas pesadas, pedantes y pretenciosas, Un cuento de verano también estimula otra región del cine: la de las películas festivaleras, las del cine independiente que descree de la diversión o la suavidad para retratar un mundo que no tiene por qué ser ideal. Los hermanos Stefek (Damian Ul) y Elka (Ewelina Walendziak) no las tienen todas consigo, pero no por eso el director se ha ensañado con edificarles un universo sórdido y en el que sólo se trasmita el dolor. Y, aclaremos, no por eso el film es sensiblero o facilista; tiene sus alegorías, sus reflexiones y la honestidad a flor de piel. Y además, otro milagro del celebrado Jakimowski, teniendo a un simpático nene de seis años como protagonista y a un pueblito como espacio, nunca cede ante la tentación de explotar miserablemente lo amable, lo queriblelo entrador. Sin golpes bajos, sin sensiblerías, cursilerías o ramplonerías, Un cuento de verano muestra básicamente los días de Stefek y Elka, entre la necesidad de encontrar un trabajo ella y la búsqueda del padre desaparecido hace años que emprende él. Si bien el título que le pusieron por estas latitudes quiere jugar con la superficie apacible del film y vincularlo con Eric Rohmer y su amabilidad, lo cierto es que el original Trucos es más preciso. Es que de ellos se valen Stefek y Elka para intentar torcer determinadas situaciones: cual efecto dominó, creen que un movimiento determinado es el inicio de una sucesión que puede cambiar el curso de las cosas. Y Stefek se empecinará en emplear este mecanismo para que retorne su padre, posiblemente ese hombre que todas las tardes toma el tren en el pueblo. Esto, que puede parecer un poco pedante, está pensado desde los personajes y, más aún, del punto de vista candoroso, aunque nunca recargado, del pequeño Stefek. Él es el corazón y el espíritu de Un cuento de verano y es quien permite que se sostenga y funcione la ligereza del relato. Como buen chico, Stefek cree que todo es posible y que nada se le puede interponer en el camino. Película humilde y pequeña en su factura, pero grande en reverberaciones, Jakimowski logra combinar temas y obsesiones que otros no han podido conjugar sin sonar pretenciosos. La simpleza con lo que todo fluye en esta película no disimula, de todas maneras, la amarga reflexión final: no todo está al alcance de nuestras manos e, incluso, todo fin necesita un sacrificio.
Este singular film polaco elaborado por un interesante y nuevo director de ese país, ofrece un cálido retrato, cargado de pequeños significados que se van engrandeciendo, de la infancia en un pequeño pueblo. Su título original, traducido al inglés como Tricks (Travesuras), se ajusta más al espíritu del film que la versión en español, aún así sugerente. Porque de una cadena de juegos y enredos provocados por un niño inquieto surgirán varias y presuntas revelaciones, o al menos una serie de alternativas que modificarán la vida apacible y desmotivada de un grupo de personajes pueblerinos. El pequeño Stefek conoce tan pormenorizadamente los movimientos y cadencias que se producen en las calles y rincones de su localidad, que es capaz de urdir cambios sutiles, sucesos casi imperceptibles pero perfectos para ser usados en su beneficio. Una suerte de manipulación del destino en pequeña escala, en el que la búsqueda de un pretendido padre abandónico se convierte en un eje sustancial. El film se apoya en una estructura dramática serena y llevadera que acaso evoca al neorrealismo italiano, a través de sus toques de ternura, candor y esperanza. El encantador Damian Ul encabeza un elenco versátil que compone una verdadera galería de tipos humanos.