Un crimen argentino

Crítica de Carolina Taffoni - La Capital

La huella brutal de la violencia en tiempos oscuros

“Un crimen argentino” llegó a los cines de todo el país, pero en Rosario decididamente no es un estreno más. La película protagonizada por Nicolás Francella, Matías Mayer y Darío Grandinetti, y dirigida por el cordobés Lucas Combina, se filmó enteramente en Rosario, está basada en la novela de un rosarino muy conocido (Reynaldo Sietecase) y está inspirada en un famoso caso policial que sacudió a la ciudad en 1980. “¿Es “Un crimen argentino” la mejor película sobre Rosario hecha en Rosario?”, me preguntaba un periodista especializado en policiales que estaba muy entusiasmado con el film. No sé, tal vez. Lo cierto y lo concreto (y lo que la convierte en un acontecimiento) es que es una película coproducida por dos pesos pesados de la industria internacional (Warner y HBO) y que tiene un fuerte anclaje local. Por eso para el público rosarino no es (no debería ser) un estreno del montón, y su mirada seguramente estará condicionada por recordar o por conocer más de cerca que otras audiencias los hechos reales que dispararon la trama.

La película se centra en uno de los homicidios más brutales cometidos en la Argentina: en Rosario, en diciembre de 1980, el abogado Juan Carlos Masciaro secuestró y mató al empresario Jorge Sauan, miembro de una familia rica dedicada al negocio textil. El cuerpo de Sauan, sin embargo, nunca apareció, o al menos no apareció de la forma en que se esperaba.

En esta ópera prima de Lucas Combina (que escribió y dirigió la premiada serie “La chica que limpia”), los protagonistas son los dos jóvenes secretarios de juzgado que van a investigar el caso. Uno es Rivas (Nicolás Francella con look setentas y con bigote, cada vez más parecido a su padre) y el otro es Torres (Matías Mayer, una revelación en la pantalla grande). Esta dupla de abogados, que funciona como la típica pareja despareja, no la va a tener fácil: están presionados por la familia del empresario desaparecido (que aquí se llama Gabriel Samid) y principalmente por los militares (1980, plena dictadura) que quieren una resolución rápida del caso. El juez Suárez (un impecable Luis Luque) les pide ser “prolijos” en la investigación, pero la interferencia militar va a ser feroz.

En su primera mitad “Un crimen argentino” avanza con cierta dificultad: por momentos se empantana en los pasillos de Tribunales, en las internas con los militares o buscando una química entre los protagonistas que no termina de aflorar. Recién cuando aparece en primer plano el principal sospechoso (el abogado Mariano Márquez, un estafador que acaba de salir de la cárcel), el relato encuentra su pulso narrativo y la tensión que requiere un thriller. Márquez es inteligente y frío, es un manipulador de pies a cabeza, pero habla con un aplomo que lo hace parecer creíble, y Grandinetti logra imprimirle al personaje esa ambigüedad oscura.

Si bien el director se encargó de remarcar en distintas entrevistas que la dictadura sólo funciona como “un contexto” de la trama policial, en la pantalla aquellos a los de plomo también funcionan como protagonistas. Están los personajes de rigor (el temible comisario torturador que encarna Alberto Ajaka y el militar del alto rango que personifica César Bordón), pero por sobre todo está ese clima de opresión y de amenaza latente que la película transmite con mucha precisión.

Un párrafo aparte merece la recreación de época, que aprovecha al máximo y con inteligencia los recursos disponibles y las locaciones “retro” rosarinas. El público se va a encontrar con lugares muy reconocibles de la ciudad en la pantalla grande, y también con actores locales que hacen pequeñas apariciones en la película, una experiencia singular que, en una producción de esta magnitud, es bastante difícil que vuelva a repetirse.