Tres hermanos

Crítica de Milagros Amondaray - La Nación

El segundo largometraje de Francisco J. Paparella tras Zanjas (2015) está atravesado un grito que va haciendo eco en cada historia, en cada vivencia. El grito puede adquirir diversas formas, puede estar representado por la figura de un jabalí siendo apresado, por una noche de sexo áspero donde impera la sensación de brutalidad y un violento desapego del otro, o bien por una sesión de batería y ese sonido metalero que aturde, atosiga, incomoda. Además de su aspecto simbólico -Tres hermanos entrega fotogramas que arden y dejan huella por su contundencia-, la ambiciosa obra de Paparella también trabaja sobre una violencia más concreta, esa que se percibe en el accionar de los hermanos del título, unidos y escindidos por las mismas razones: esa falta de afecto familiar que resuena cada vez que intentan expresarse y el salvajismo toma control como una bestia dominante.

El proceder de estos cazadores también carece de la naturaleza como manto protector. Por el contrario, la Patagonia está vista bajo el prisma de una ira latente que va saliendo a flote de las formas más primitivas. Los hermanos son fruto de un contexto donde la manifestación del miedo y la angustia (y ese lazo que ata ambos estados) solo se produce a través de la confrontación, la lucha, la concreción del deseo de manera descarnada, esos mismos gritos que se emiten una y otra vez como si la pelea de los protagonistas fuera, en realidad, con un mundo cruel donde reina lo sombrío. La película de Paparella arremete con una primera secuencia tan honesta como oscura y permanece fiel a ese universo hasta el desahogo final, uno en el que naturaleza, nuevamente, se fusiona con los individuos que la toman por asalto y de la que les es imposible encontrar una salida, un futuro promisorio.