The Master

Crítica de Maia Debowicz - House Cinema

Belleza compulsiva

¨Cuando haces una película te metes en una situación absurda: crees que a todo el mundo le va a gustar. Te sientes un psicópata, pero es la única forma de hacer cine¨.
(Paul Thomas Anderson)

Joaquin Phoenix luce una sensual y extraña cicatriz en el labio superior izquierdo de su boca; la herida no ha sido cocida correctamente provocando que no se unan bien las dos partes, generando un ruido visual tan irritante como adictivo. The master también exhibe, orgullosa, una enorme cicatriz torcida y despareja que atraviesa todo el relato, provocando una confusión narrativa crónica, desestabilizando el hemisferio izquierdo del cerebro del espectador durante todo el metraje. Tal clima enrarecido es marca registrada en su filmografía: en Embriagado de amor (2004) el relato nos cacheteaba sin previo aviso con escenas desconcertantes y misteriosas -el vuelco de la camioneta y la posterior entrega de la pianola, o los inserts abstractos que teñían a la pantalla de infinitos colores- que jamás serían justificadas o explicadas- ; incluso los movimientos de cámara sembraban distintas trampas visuales provocándonos una extrema desorientación espacial. Su nueva película no presenta el efecto de extrañamiento desde los recursos técnicos, la trampa se esconde en la estructura narrativa: Paul Thomas Anderson construye una estrategia para congelar los móviles narrativos y, aún así, captar hipnóticamente nuestra atención los 144 minutos. ¿Cómo consigue logro semejante? Ya lo decía Jack Horner, el rey del cine porno en Boogie nights: ¨ ¿Cómo haces que las personas se queden en el cine después de acabar? Con belleza… y con buena actuación (…). No quiero hacer una película donde llegan, se sientan, se masturban…se levantan y se van antes que termine la historia. Es mi sueño, mi objetivo, mi idea es hacer una película…que los atrape…que cuando escupan ese líquido de la alegría se tengan que quedar…que no se puedan mover hasta saber cómo termina la historia. Paul Thomas Anderson alcanza con éxito el sueño de Jack Horner, atando al espectador a la butaca de la sala a través de la belleza compulsiva que nace en la meticulosa composición de cada plano. Y las imágenes son tan poderosas que logran tatuarse en la retina, perdurando en la memoria y acampando, por días y días, en los sueños nocturnos.

La película comienza con un Joaquin Phoenix sexualmente activo -luego de mostrarnos que ha sido soldado en la segunda guerra mundial-, su personaje llamado Freddie penetra desaforadamente a una mujer construida con arena mojada en una playa. Le besa sus efímeros pezones y la masturba violentamente agujereando la escultura. Así nos presenta Paul Thomas Anderson al protagonista de la película; un ser primitivo, con una conducta más parecida a la de un animal que a la de un ser humano. ¨Parece un mono que se ha colado en un set de rodaje¨, dijo el director sobre la potente interpretación del ardiente actor carilindo. De hecho, uno de los afiches de la película -el más valioso- ilustra a los personajes ordenándolos en el espacio de tal manera que construyen la figura explícita de una vagina. Freddie se mueve por instinto y su único objetivo en la vida es tener sexo, tiene la idea fija, desconociendo por completo los comportamientos que debe tener un ser humano en una sociedad civilizada. Como un molde de sus otros personajes -Barry Egan de Embriagado de amor, Daniel Plainview en Petróleo sangriento (2007)- , Freddie es agresivo, violento e impredecible: de un momento a otro se raya y golpea salvajemente a un cliente, expresando una ira contenida que estalla por todos sus poros. Hasta que conoce a Lancaster Dodd, el ¨maestro¨ (Philip Seymour Hoffman), personaje que representa -con elementos reales e inventados- al verdadero fundador de la cienciología, Ronald Hubbard. Desde el instante que se chocan por primera vez, por casualidad o causalidad, la antítesis que existe entre ambos provoca una relación homo-erótica que oscila entre la pasión y el rechazo, cada plano que comparten refracta una tensión electrizante que pinta la pantalla de una ambigüedad inquietante. Pero la ambigüedad no pertenece exclusivamente a la pareja de hombres, se propaga por todo el relato porque habita en la mirada del director. En The master no hay certezas ni afirmaciones, los interrogantes se reproducen como conejos a medida que avanza el relato. Paul Thomas Anderson, como un gran artista contemporáneo, no está interesado en dar respuestas sino en poder formular preguntas que molesten e inquieten al espectador, dentro y fuera de la sala de cine. Y es tan exorbitante su capacidad creativa que se toma el riesgoso permiso de desilusionar a sus seguidores -y a sus detractores- , construyendo en cada nueva obra, una propuesta totalmente distinta a la anterior. Nunca creí en la etiqueta de ¨genio¨ que estampaba el período renacentista y que todavía, en 2013, se sigue avalando como una iluminación divina. Sin embargo, devorando mi descomunal orgullo, me cuesta negar que Paul Thomas no lo sea.