Sueño de invierno

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

La caída de un intelectual, centro de un film que maravilla por su rigor formal.

Ganadora de la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes, la más reciente película de este talentoso cineasta turco (también premiado en ese mismo festival por Érase una vez en Anatolia, Tres monos y Lejano/Distante) tiene como protagonista a un arrogante intelectual que, después de trabajar unos años como actor, se dedica a regentear un solitario pero coqueto hotel enclavado en el majestuoso paisaje de Capadocia, en plena estepa de Anatolia, y a escribir sesudos artículos periodísticos.

A primera vista, ésas parecen ser sus principales preocupaciones. Sin embargo, un incidente sorpresivo y banal (un niño rompe de una pedrada uno de los vidrios del coche con el que el atribulado y solemne Aydin viaja por una ruta desierta) desata el conflicto inicial de la historia, propio de una novela de Dostoievski: la familia del chico tiene con él una deuda económica que crece y su firme reclamo desembocará en una serie de incómodos sucesos en los que la pertenencia de clase estará en primer plano.

De ahí en más, los problemas para Aydin se presentarán en cadena. Y a pesar de contar con la posibilidad de regodearse en la inmensidad de ese lugar imponente ubicado en el corazón de Turquía, el escenario será siempre ese espacio cerrado pensado para recibir turistas, bautizado pretenciosamente "Othello" (alusión al pasado teatral del protagonista) y transformado en campo de agudas batallas dialécticas relacionadas en primer lugar con las crisis de los vínculos (una de las pocas excepciones en el marco de esa puesta rigurosa es una formidable y pregnante escena en exteriores protagonizada por un díscolo caballo negro).

Maestro de la esgrima verbal, Aydin se trenzará con su joven esposa y su desencantada hermana en dos discusiones larguísimas cuyo clima remite inocultablemente al cine de Ingmar Bergman y está claramente determinado por la apuesta formal de Ceylan, que sostiene con enorme convicción la duración de cada plano y mantiene prudencial distancia del rostro de los personajes para eludir los subrayados. Ahí aflorará la soberbia, la profunda neurosis y la violencia contenida del protagonista, rey de ese lugar frío y melancólico a punto de ser derrocado, acuciado por la culpa y el arrepentimiento, herido en su orgullo, lastimado por la pérdida de la confianza en sí mismo.

Ceylan usó como punto de partida para esta película, de duración inusual (más de tres horas) pero realmente atrapante, tres relatos de Anton Chejov. Pero la historia también remite a aquella cruda y muy famosa afirmación de Scott Fitzgerald en El Crack-Up: "Toda vida es un proceso de demolición". Aydin parece resuelto a llegar hasta el final en su afán autodestructivo, para intentar, en un futuro que podemos adivinar, emprender con otra energía una existencia diferente.