Skinamarink, el despertar del mal

Crítica de Milagros Amondaray - La Nación

En un escenario similar al de El proyecto Blair Witch, cuyo éxito respondía no solo a las cualidades de la película misma sino también a la original manera de instalarla como una obra que debía ser vista -una estrategia de marketing supeditada al boca en boca-, Skinamarink, el despertar del mal, la ópera prima del realizador Kyle Edward Ball basada en su propio cortometraje, Heck, también buscó posicionarse del mismo modo en su país de origen, Canadá.

Con un presupuesto de 15.000 dólares y una recaudación por encima de los 2 millones, el film logró su cometido, e incluso superó una prueba más compleja: demostrar que el cine de terror experimental tiene una audiencia que está buscando más exponentes. Sin embargo, la ambición desbocada de Ball (guionista y editor se su trabajo), es lo que termina traicionando a un largometraje que agota sus ideas rápidamente.

Skinamarink muestra en off cómo dos niños se despiertan por la noche y no encuentran a su padre. A medida que pasa el tiempo, las puertas, ventanas y ambientes completos de la casa familiar empiezan a desaparecer. Todo lo que sucede lo intuimos a través de un trabajo de sonido dispar y de escasos diálogos entre esos pequeños que se hacen preguntas con la ingenuidad propia de la edad. En este aspecto, Bell se aboca a un horror vinculado a las pesadillas propias de la niñez, cuando la oscuridad parecía un villano enorme e imbatible.

De todas maneras, su osada propuesta se va volviendo cada vez más tediosa, atentando contra su evidente intento de concebir una producción “vanguardista” que nunca está a la altura de lo que se propone y que perturba solo al comienzo.