Sin hijos

Crítica de Juan Pablo Martínez - Fancinema

La fórmula

Ya todos (o muchos) lo sabemos muy bien, y resulta un poco cansador tener que repetirlo siempre, pero uno intenta hacer lo que puede para que las cosas cambien de una vez por todas: la crítica en general, y la crítica local en particular, no se toma las comedias en serio. Salvo algunas excepciones, la crítica local trató a Sin hijos con un nivel de pereza bastante lamentable, repitiendo lugares comunes y horribles del tipo “para disfrutar en familia” y “una simpática comedia” que no hacen más que minimizarla por el sólo hecho de ser lo que es. Incluso se ha llegado al extremo de decir que la película “no tiene un solo punto flojo” y que la calificación que corresponde a esa crítica sea un “buena”.

Porque parece que este tipo de películas, por más sólidas y logradas que sean, no pueden ser más que un “tres estrellas”, como si los puntajes más altos estuvieran reservados para películas que la crítica, con ese mismo nivel de pereza, considera “de verdad”, o “serias”. Ya el hecho de ser (o de aparentar ser) una película “de fórmula” pareciera hacer que algo como Sin hijos merezca ser tomado con la misma liviandad con la que cierta crítica (y cierto público) trata al cine mainstream hollywoodense -o “cine pochoclero”, como varios se empeñan en llamar-.

Y lo peor -y lo más peligroso- es que muchos de esos críticos que le ponen tres estrellas a Sin hijos también le ponen ese mismo puntaje a otras comedias argentinas “para disfrutar en familia” que son infinitamente peores, que tienen todos y cada uno de los vicios del cine argentino más vetusto y que no tienen ni un gramo del oficio que se nota desde el vamos en una película como Sin hijos.

Por suerte, como mencioné antes, hay algunas excepciones a esta tendencia. Y no siempre se trata de notas a favor: en este mismo sitio, Rodrigo Seijas escribió una crítica de Sin hijos desde la decepción, pero con argumentos sólidos que nada tienen que ver con el “es comedia, es de fórmula, ergo, nunca podría ser buena”. Porque a pesar de estar claramente equivocado en su valoración (guiño, guiño), el amigo Seijas bien sabe que a) el hecho de ser “de fórmula” no es ni bueno ni malo sino sólo una cualidad, y b) es más que difícil lograr que una película “de fórmula” salga bien. Y más aquí, donde hace muchísimos, demasiados años que no tenemos una tradición de comedias industriales de calidad.

Sin hijos es la quinta película de Winograd (sí, me van a decir que son cuatro, pero eso es porque se olvidan de que en 2004 Winograd presentó en el Bafici un documental llamado Fanáticos que, posteriormente, tuvo una distribución nula), y es la mejor de su filmografía. Sí, Vino para robar era un poco más consistente; “cerraba” más, pero si bien Sin hijos arranca un poco a los tropezones -aunque tiene una secuencia de títulos memorable en su rompantodismo-, cuando se plantea bien el conflicto todo adquiere una fluidez, una frescura, una velocidad y un timing que no se habían visto hasta ahora en su cine: tiene más de una hora de película excelente, de película en estado de gracia donde todo cuaja a la perfección, donde encuentra la comedia en todos lados y no falla nunca. Es como si la película naciera cruda y se fuera construyendo hasta estallar en la mejor comedia posible. Los personajes crecen y crecen y eso ayuda también por el lado de la empatía: sobre el final, en aquella gran escena que remite a otra de otra gran película y donde suena la mejor canción de la historia del pop local, Sin hijos logra emociones realmente genuinas -aunque el amigo Seijas diga todo lo contrario, pero bien sabemos que el cine es subjetivo (y que Seijas está equivocado)-, porque supo construir unos personajes enormes pero también entiende -porque lo aprendió de las comedias que le gustan- de emociones musicales; sabe que la canción justa en el momento indicado es capaz de emocionar más que cualquier discurso almibarado, lo cual también puede verse en aquel brillante momento en que el personaje de Martín Piroyansky le rapea sus sentimientos a Peretti.

Winograd no desaprovecha ninguna oportunidad para hacer comedia: en una escena, Peretti intenta llamar al personaje de Guillermo Arengo para salir de un aprieto y atiende siempre el contestador. Y Winograd construye un gag perfecto con el mensaje de bienvenida de ese contestador, donde se lo escucha a Arengo con voz de absoluta resignación, sin siquiera un ápice de aquello que llaman “alegría de vivir”, pidiendo que dejen un mensaje: un detalle nimio que no sólo sirve como disparador para la comedia sino que además le permite ahondar en las insatisfacciones del personaje de Arengo que, como el resto de los personajes secundarios de la película, está construido en base a una acumulación de detalles pequeños que lo convierten en un personaje inolvidable.

También es interesante lo que Winograd hace con sus personajes principales: si bien se supone que Sin hijos es una comedia romántica, Winograd decide no ahondar demasiado en la relación entre Peretti y Maribel Verdú sino usarla de McGuffin para explorar las dos relaciones verdaderamente importantes en la película: aquella entre Sofía, la hija de Peretti (Guadalupe Manent, comediante extraordinaria) y su padre y la de Sofía con Vicky (Verdú). Es aquí donde nos damos cuenta de que ni siquiera es tan “de fórmula” como pareciera ser a simple vista; que eso de la comedia romántica no es más que un disfraz para otra cosa. En fin, que Sin hijos es mucho más que lo que buena parte de la crítica local dice que es. Y que además, desde el mero gesto de no caer en ningún tipo de moralina, de no bajar ningún tipo de línea “familiera” -la última, brillante escena de Sin hijos es toda una declaración de principios -, está en las antípodas del cine local “para disfrutar en familia” al que la quieren hacer pertenecer.