Secuestro y muerte

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Encerrando un momento de nuestra Historia

Cuando se le preguntó al cineasta francés Bruno Dumont –durante la charla que ofreció en la última edición del BAFICI– qué pensaba de Jean-Luc Godard, respondió: “Más que un gran cineasta, es un gran intelectual”. Dicha afirmación –por supuesto discutible– podría aplicarse holgadamente a Rafael Filipelli (1938, Buenos Aires), no porque su estilo tenga que ver con el de Godard (en todo caso podría encontrársele una afinidad con Bresson), sino por su evidente vocación por hacer del cine un medio para expresar conceptos antes que sentimientos, instalando pensamientos para ser recogidos o refutados, como quien pone cartas sobre la mesa.
Como en dos de sus ficciones previas, Hay unos tipos abajo (1985, co-dirigida con Emilio Alfaro) y El ausente (1988), en Secuestro y muerte hechos violentos y dolorosos de nuestra Historia reciente aparecen desnudos, despojados de detalles, nombres propios y circunstancias puntuales. En este caso, el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu (presidente de facto tras el derrocamiento de Perón en 1955) en manos de Montoneros, en 1970, parece la cáscara, en tanto la discrepancia entre un militar golpista y jóvenes revolucionarios resulta la esencia. El hecho de que casi toda la película transcurra en la desapacible casa de campo donde ocultan al general secuestrado acentúa esa concentración, argumental y dramática.
No sólo el relato ha sido privado de adornos: la cámara de Filipelli responde, también, a un plan tan parco como riguroso, donde cada movimiento, cada encuadre, parecen haber sido profundamente meditados. Hay, asimismo (como en El ausente), algo de fascinación ante la icónica belleza de los jóvenes militantes de los ’70, ellos con sus bigotes y poleras, ellas con sus cabellos lustrosamente oscuros y sus minifaldas.
El guión (escrito por Filipelli junto a Mariano Llinás y David Oubiña, sobre un ensayo de Beatriz Sarlo), procurando estimular la inteligencia del espectador, propone algunas buenas ideas, como la de aludir a Perón sin nombrarlo (a través de un juego en el que rápida y distraídamente se enuncian puntos salientes de su personalidad y su gobierno) o la de resumir en cuatro o cinco personajes posturas diferentes en torno a la legitimidad de la lucha armada, así como puede descubrirse un perspicaz planteo sobre la ingenuidad y la necedad de aquéllos jóvenes en la desconfianza de uno de ellos ante la llegada del hombre a la Luna.
Pero en el film también hay descuidos, incorporándose expresiones que cuarenta años atrás no se usaban (buenísimo; mirá por mirá vos), o superficiales boutades, como la sucesión de palabrotas imprevistamente disparada por la única mujer del grupo. Por otra parte, al exponerse los conflictos de manera tan imprecisa, se disipan peligrosamente ciertas complejidades del proceso histórico-político vivido por nuestro país desde la caída de Perón hasta la llegada de la última dictadura militar, un poco como ocurría en La vida por Perón (2004, Sergio Bellotti). Tampoco fue un acierto la elección de Enrique Piñeyro para encarnar al general, que –debido al reposado tono de voz del actor– termina pareciendo un hombre más bonachón que autoritario.
También en Todos mienten (2009, premiada en el BAFICI el año pasado) los diálogos y lecturas de un grupo de jóvenes confinados en una casa remitían a controversias que conectan el pasado con el presente de los argentinos, pero el film de Matías Piñeiro estaba planteado como un juego, hecho de palabras y movimientos cruzados. Secuestro y muerte es un ejercicio menos vivaz, aunque tampoco tan oscuro como podría esperarse por el tema que aborda. Resulta, en todo caso, una moderada provocación en torno a los episodios violentos que llegó a vivir la Argentina en los años ’70, hechos cuya gravedad –sugiere Filipelli en el controvertido final– sigue siendo desoída.