Sangre de mi sangre

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Los gozos y las sombras.

Hay algo en esta película del maestro Marco Bellocchio (Piacenza, Italia, 1939) que circula, serpenteante y misterioso, atravesando épocas, insuflando temor y deseo, desestabilizando, despertando curiosidad, rozando los cuerpos, impulsando a cometer acciones inesperadas. ¿Es el mal, al que algunos dan el nombre de Satán? ¿Es la gracia o alguna forma de divinidad? ¿Es el deseo, que incita a tocarse, a besarse, a mirarse? ¿Es la necesidad de amar u odiar, o de ambas cosas a la vez? ¿Es la vida, que se manifiesta en distintas formas enfrentándose a la tozudez del ser humano por provocar a la muerte? ¿O tal vez la belleza, que busca y se asoma por donde puede?
Ese halo recorre Sangre de mi sangre, historia desdoblada en dos tiempos (la de una mujer acusada de haber provocado el suicidio de un religioso, en tiempos de la Inquisición, y la de un anciano enclaustrado que posiblemente provenga de épocas remotas, sutilmente perseguido en la actualidad), que bien podrían verse como visiones de momentos diferentes en la vida de Italia.
Bellocchio lleva adelante este encadenamiento de incidentes sumando a su paso piezas a veces insospechadas: el desenvaine de un cuchillo, la amenaza de un milagro, alguna situación tragicómica, la aparición de personajes inesperados. La primera parte se sigue con la tensión que sólo logran las grandes películas, en las que una mirada expectante y un gesto de más o de menos se ganan nuestra atención hasta casi hechizarnos. En la joven de mirada dura resistida por la Iglesia (Lidiya Liberman), en los religiosos envueltos en su propia jerga y ciegos a la crueldad, en las hermanas detenidas en una enfermiza inocencia: en todos late ese estado de locura habitual en la obra de este director. Locura que puede ser también furia o cansancio ante el sistema, como un extraño modo de rebeldía y hasta de libertad, como lo demuestran desde el Sandro de I pugni in tasca (1965) hasta la madre-actriz o el adolescente sacado de Bella addormentata (2012). En medio del clima lóbrego de ese convento, puede asomar también un apacible canto litúrgico, o el irritado hermano del fallecido (Pier Giorgio Bellocchio) detenerse a oler una rosa del jardín.
En algún momento, la pesada puerta del convento-cárcel se abre para que el film nos ubique en la Italia actual, desplegando una nueva intriga con al menos un par de personas que pueden (o no) provenir de la ocurrida siglos atrás. En ésta hay un loco bien visible (Filippo Timi, el protagonista de Vincere), aunque, más allá de sus intervenciones, cierta falta de lógica merodea la húmeda morada del viejo (conde en decadencia o vampiro de incógnito, maravilloso Roberto Herlitzka) y el hotel en el que se hospedan algunos hombres y mujeres más o menos estrafalarios, interesados en él o en su escondite. Durante la visita del anciano a un amigo dentista, mientras esperan el efecto de la anestesia, ambos charlan: la calidez y el nivel de ironía de esa conversación convierten una secuencia que podría ser anodina en uno de los puntos altos del film. Y aunque en este segmento ya se habla de internet y abundan los teléfonos celulares, unas jóvenes húespedes vestidas de blanco pueden deslizarse por el jardín del hotel como vestales y las calles de Bobbio –el pueblo italiano donde transcurre Sangre de mi sangre– parecen postales del paisaje de un sueño.
En el desenlace, épocas y miedos se disipan ante una enigmática figura, carnal y fantasmal al mismo tiempo, cubierta de sombras como toda esta nueva experiencia, dramática y sensorial, a la que nos invita uno de los pocos grandes del cine que nos quedan.