Sangre de mi sangre

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Una película que desafía las ataduras de la lógica

No es fácil encontrar hoy en día en la cartelera local películas como Sangre de mi sangre. Que tengan su nivel de osadía y libertad, su temperamento y su voluntad lúdica. La historia arranca en el siglo XVII: una monja es acusada por las autoridades de la Iglesia Católica de seducir y provocar el suicidio de su confesor. Es sometida a todo tipo de torturas para que admita un supuesto pacto con Satanás, pero la joven se niega, tolera con enorme templanza el maltrato y termina conquistando también al gemelo del religioso, en principio también obstinado en conseguir como sea esa declaración que la inculpe y permita que su hermano quede impoluto y tenga un entierro cristiano, como desea su madre.

En ese tramo de la película, la primera mitad, Bellocchio pone el foco en la salvaje violencia de la Iglesia en la época de la Inquisición y en una historia de amor prohibido que revela la hipocresía de las familias acomodadas de la época y su relación atravesada por intereses con el poder eclesiástico. Es particularmente potente el trabajo de Lidiya Liberman, que recuerda claramente a la icónica Juana de Arco que interpretó María Falconetti (actriz francesa que terminó suicidándose en la Argentina en 1946) en el famoso film del maestro danés Carl T. Dreyer dedicado a la sacrificada heroína condenada a la hoguera.

De repente, sin nada que lo prenuncie, la película salta desprejuiciadamente a la actualidad. En este tramo, un millonario ruso pretende comprar el convento-prisión donde quedó confinada la monja acusada en el primer tramo de la historia, pero hay un problema importante: allí vive hace añares un viejo vampiro que se resiste a ser desalojado. El ruso es asesorado por un funcionario italiano que es encarnado por el mismo actor que personifica al hombre de armas enamorado de la monja en la primera parte, Pier Giorgio Bellocchio, hijo y habitual colaborador del experimentado director. Y pululan alrededor del anciano conde un puñado de personajes grotescos de perfil muy parecido al de los que protagonizan las películas de Paolo Sorrentino (La grande bellezza) y que van componiendo una farsa que deviene en evidente alegoría de la Italia de los últimos años, sacudida por la corrupción, la ineficacia y la enorme negligencia de su clase política.

No hay una conexión del todo directa entre las dos historias, aunque en ambas los personajes se mueven en un universo de violencia concreta y simbólica que el veterano director nacido en Bobbio, la pequeña ciudad de Piacenza en la que estan ambientadas, describe con crudeza y mordacidad. Es posible que esa estructura fragmentaria tenga que ver con el proceso de producción de la película, armada en parte con secuencias filmadas por los estudiantes del laboratorio de cine que Bellocchio dirige en su ciudad natal. Como sea, lo importante no es ese dato, sino la decisión firme de Bellocchio de esquivar los mandatos de una narración tradicional para sumergirse en la prueba y la experimentación.

Como excelente corolario, el director regala una escena final extraordinaria, de inusual lirismo, musicalizada apropiadamente con "Nothing Else Matters", un tema de Metallica interpretado por el coro femenino belga Scala & Kolacny Brothers. A esas alturas ya dejan de importar por completo las ataduras de la lógica. "Más que la verdad en sí, me interesa contarla de una forma nueva", declaró Bellocchio cuando la película se estrenó en Europa. Y no hay más alternativa que creerle y celebrarlo.