Rompecabezas

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El arte de armar la vida a pedazos

El film de Smirnoff no parece creer en grandes causas ni rupturas extremas, sino en pequeñas zonas liberadas: para ello cuenta con el notable trabajo de María Onetto, protagonista “cantada” de una historia que elude los estereotipos.

En cine, cuando las mujeres casadas quieren liberarse del yugo matrimonial suelen recurrir a una de tres herramientas: el sexo, la droga o el rock and roll. O las tres juntas. El caso de María del Carmen es distinto, ya que se encuentra a sí misma en los rompecabezas. Algunos dirán que es poca cosa. Rompecabezas, ópera prima de Natalia Smirnoff, sugiere que no hacen falta grandes cosas para hallar un espacio propio. Ensamblar mil o dos mil piezas tal vez sea suficiente. Suerte de épica íntima de baja intensidad, la película de Smirnoff –que ganó un premio en San Sebastián 2009 y participó de la competencia oficial de Berlín 2010– no parece creer en grandes causas ni rupturas extremas, sino en pequeñas zonas liberadas, construidas de modo que al resto del mundo tal vez le pase inadvertido. Si a la realizadora le hubiera interesado subrayar la línea que en el cine argentino de las últimas décadas lleva de la gesta heroica al cambio diminutivo, Rompecabezas podría haberse llamado Un lugarcito en el mundo. Diminutivo, pero significativo.

Parece haber una correspondencia entre Smirnoff –a quien debutar como realizadora le llevó 37 años y una carrera entera como asistente de dirección y directora de casting (en La ciénaga, La niña santa, El otro y Cama adentro, entre otras)– y su heroína, que en el cumpleaños Nº 50 descubre que lo suyo es juntar piezas y armarlas. Como los grandes descubrimientos, el de ella –que tal vez no lo sea– es producto del azar: mientras sirve saladitos y canapés, un plato se le cae al piso y se rompe. En lugar de tirar los restos a la basura, María del Carmen (María Onetto) los recoge, los pone uno al lado de otro y los observa. No es raro que a la hora de abrir los regalos, el que más le llama la atención sea uno de un negocio llamado Puzzlemanía. A partir de ahí todo se arma de a pedacitos: un rompecabezas de 100 piezas en el súper, después uno de 500, el primero de 2000, el ingreso a Puzzlemanía como a un templo pagano, el aviso del tipo que busca pareja para competir en un campeonato, las prácticas precompetitivas en casa del desconocido. ¿Que de allí en más da la sensación de quemar etapas demasiado rápido? Eso es posible, sí.

El aspecto de galán maduro de Roberto (inevitable Arturo Goetz), la robe de chambre que luce una mañana como al descuido y su cortesía de altri tempi, sumadas al nerviosismo de María del Carmen, sus miradas desviadas, su curiosidad latente, le adosan desde un comienzo a la iniciación lúdica de María del Carmen una incógnita sexual. Autora también del guión, Smirnoff no cae sin embargo en oposiciones fáciles. La de marido jurásico + familia carcelaria vs. príncipe azul, por ejemplo. Ama de casa barrial, aparentemente sin inquietudes y con un dejo de insatisfacción (la de María Onetto es una elección “cantada”), María del Carmen podría identificarse con el prototipo de mujer sometida. La escena más dolorosa es, de hecho, una en la que la mujer está por poner en el carrito de compras un rompecabezas que la tienta, y ante la mínima objeción de su marido Juan (Gabriel Goity) lo deja, como haría un chico tímido con un papá severo. Contrariando el estereotipo de macho dominante, Juan la insta, sin embargo, a que lo lleve.

Clase media del conurbano, la familia de María del Carmen es una atada a roles tradicionales. El es el macho proveedor, ella cocina, los hijos están por abrirse de casa. Frente a ese mundo, el ambiente del puzzlismo profesional, que la película pinta como bastante tilingo, le suma un escollo de clase a María del Carmen. Manteniendo un tono de ironía sofocada, Smirnoff mantiene a raya tanto la posible mirada condescendiente como la caricatura fácil. Roza, sí, cierto costumbrismo paratelevisivo (la suegra metida de Henny Trayles, la empleada de locutorio de Mirta Wons), pero el tono asordinado que impone al relato le permite zafar de él. Ligeramente ridículo puede resultar Juan cuando le dice a María del Carmen, como mal actor de teleteatro, “gusto de vos... mucho”. Pero sus miradas cálidas y acercamientos en la cama confirman que, lo diga como lo diga, lo que dice sigue siendo cierto. En cuanto al tema de los roles, a Juan no le hace mucha gracia que la nueva obsesión de María del Carmen la lleve a descuidar las tareas de la casa. Pero tampoco es que él y los hijos dejen de apoyarla.

¿Una película que desconfía de las rupturas y apoya, en su lugar, las conciliaciones? ¿Por qué no, si eso es bueno para la protagonista? María del Carmen no busca patear el tablero, quizá no lo necesite. Sí reacomodar las piezas, rearmarlo ligeramente. Para desarmarlo, tal vez, y volverlo a armar. Lo mismo hace Smirnoff en una puesta en escena que, con coherencia sin alardes, arma con predominancia de planos cortos. En ellos el espacio da la sensación de fragmentarse, no para romperse sino para recomponerse al plano siguiente. No será una estética extrema la de Smirnoff, pero tampoco lo es su heroína.