Ralph: el demoledor

Crítica de Marcelo Zapata - Ámbito Financiero

Ralph, videojuegos y autoayuda

En algún momento, las moralejas que rigieron la literatura infantil desde la antiguüedad hasta el siglo XX trocaron en frases de autoyuda; de esta forma, si Esopo aleccionaba a los chicos con prédicas del estilo «No debemos confiarnos de las aparentes bondades de los malvados», Disney -y otras empresas- lo hacen ahora con «Valórate, tú puedes», o «Sácalo todo afuera en una terapia de grupo». Sobre estos dos principios lo hace su nuevo largometraje, «Ralph, el demoledor».

El film de Rich Moore representa otro paso adelante en el esplendor técnico, el perfeccionismo en la animación y en aquello que en Hollywood llaman «eye candy» (golosina para los ojos), y otro atrás en la «filosofía de vida» con la que los guionistas insuflan los argumentos, como si se tratara de una cláusula contractual. En este caso, además, existe también la pátina de una nostalgia casi puramente norteamericana, la del mundo de los videojuegos rudimentarios de los 80, aunque también por otras playas existen sus cultures, vía las Atari, las Commodore 64 o los juegos de arcadas de los años pre-digitales.

Ralph es un antihéroe de aquellos juegos, el demoledor de un edificio de departamentos con gente dentro, a quien combate Felix, un pequeño héroe encargado de las reparaciones. Este videojuego nunca existió, sino que fue imaginado y recreado para esta película con el diseño y la estética de clásicos como el Donkey Kong o el Super Mario Bros.

Pero, a diferencia de las varias (y casi siempre fracasadas) adaptaciones de videojuegos al cine, «Ralph» no se propone recrear y potenciar el germen narrativo del juego, del mismo modo que su antihéroe no procede de forma positiva sino reflexiva: está cansado de ser un villano, y por tal razón escapa a su lugar-en-el-mundo y concurre a una terapia de grupo en donde se topa con otros de su misma condición, como uno de los fantasmitas del Pacman o el mismo Diablo (a propósito, el recurso de la terapia ya fue empleado más de una vez en el cine de animación actual, como el grupo de «Buscando a Nemo» en el que los tiburones buscaban recuperarse).

Así las cosas, el destino posterior de Ralph (excluido, para su dolor, de una fiesta en la que se celebraba el 30° aniversario de la creación del videojuego) no sólo no será el mismo, sino que todo el universo lúdico entrará en problemas: sin villanos, no hay acción. He aquí, y sólo faltaría la indicación en pantalla con un cartelito, la segunda parte de la filosofía del film, de clara raíz del Este (es decir, de la Nueva York superpoblada de gurúes y psicólogos, en relación a Hollywood).

El encanto del desenlace, donde entra a tallar otra fugitiva rebelde, Vanellope, que padece «pixlexia» (divertido recurso por el que se la ve periódicamente con los destellos típicos del video que falla), redondean una película que los chicos seguramente disfrutarán, sin que les haga demasiada mella la filosofía reconfortante sobre la que se construye la ilusión del siglo nuevo.