Prometeo

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Alien recargado

Hasta no hace mucho tiempo, las películas de ciencia ficción que llegaban a las salas de estreno eran aisladas y recordables. No es que todo tiempo pasado sea mejor, pero Terminator (1984, James Cameron), Jurassic Park (1993, Steven Spielberg) o Escape de Los Ángeles (1996, John Carpenter), por ejemplo, se distinguían por su concisión narrativa, por aportar una mirada nueva sobre los conflictos trajinados por el género –los desbordes de la ciencia, la visión apocalíptica del futuro– y porque era posible apreciar en ellas una visión personal y estética consecuente con la obra de sus respectivos directores. A ese conjunto corresponde la primera Alien (1979, Ridley Scott), de la que Prometeo, deliberadamente o no, toma varios elementos.
Pero, al menos en este género, las cosas no han cambiado para mejor en el mundo del cine, y si aquélla Alien basaba su atractivo en el clima de encierro en medio del espacio estelar y en el sinuoso combate de la protagonista con un esquivo y viscoso ser que no se dejaba ver en casi todo el film, Prometeo se bifurca, se dispersa, suma monstruos y sobresaltos, luce desbordada en sus subtramas y exuberante en sus pulidos efectos visuales.
Del puñado de personajes ideados por los guionistas Joh Spaihts y Damon Lindelof, Prometeo elige seguir los pasos de una joven científica (Noomi Rapace) que, llegada a un lejano punto del universo para indagar en el origen de nuestra especie, va transformándose en heroína perseguida, al estilo de la inolvidable Ripley (Sigourney Weaver) de Alien. La sucesión de peligros y peripecias que la mujer debe atravesar incluye una cirugía realizada a sí misma, en una impresionante secuencia de la que no conviene contar detalles, variante de la ya célebre salida del alien de un vientre humano.
Mientras las naves, los rayos y los bichos estrafalarios van y vienen, se deslizan entrelíneas sobre temas que han desvelado a la humanidad durante siglos: la posibilidad de vida lejos de nuestro planeta, la manipulación de la ciencia, la existencia de un Creador, incluso –ingresando en un terreno más psiconalítico– el miedo a parir. De más está decir que estas reflexiones asoman como al pasar, a años luz (valga más que nunca la expresión) de lo que Andrei Tarkovski (1932/1986) planteaba en films como Stalker o Solaris.
Es indiscutible la majestuosidad de las formas escenográficas, el tratamiento funcional de la luz y la eficacia de los trucos, al servicio de un relato poco compacto pero rebosante de imágenes visualmente atrayentes. Hay un claro sentido del espectáculo, que responde a cierta incitación del cine actual para acceder a niveles de grandiosidad y efectos 3D que sólo pueden apreciarse en las salas. Y es, también, parte del estilo de Ridley Scott (1937, South Shields, Inglaterra), quien, después de la exquisita Los duelistas (1977), supo incorporarse cómodamente al cine estadounidense, cuyos clisés reaparecen aquí tanto en los personajes mascando chicle y haciendo chistes cancheros, como en el glamour de Charlize Theron –que, más que actuar, posa– o en el hecho de evitar las escenas de sexo.
Las citas a criaturas mitológicas y las múltiples referencias a films previos como 2001: Odisea del espacio, Blade Runner, Star wars, Inteligencia artificial, Scanners y hasta Wall-E (el androide de Michael Fassbender disfruta viendo un clásico de Hollywood como el amigable robot) insuflan a Prometeo de ingredientes, dando por resultado un suntuoso mejunje con destellos de fría belleza.