Poder que mata

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El enemigo interno, obsesión de los yanquis

En 2003, el ex embajador estadounidense Joe Wilson denunció, en un artículo publicado en The New York Times, que el presidente Bush había mentido al alegar que Saddam Hussein estaba en condiciones de fabricar una bomba nuclear. En represalia por ese artículo, altos funcionarios de la Casa Blanca filtraron la información –estrictamente verdadera, por lo demás– de que su esposa, Valerie Plame, no era la ejecutiva corporativa que decía ser, sino una agente encubierta de la CIA. Ambos episodios tuvieron amplia trascendencia, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, y Wilson y su esposa publicaron sendos libros sobre ellos. Fair Game en el original, Poder que mata se basa en ese par de libros. Ese es su problema: disociada entre ambos episodios, ambos puntos de vista, la película protagonizada por Naomi Watts y Sean Penn nunca termina de decidirse entre contar una historia u otra. O amalgamar ambas, que hubiera sido lo ideal.

El Departamento de Estado no eligió al azar a Joe Wilson (Penn), cuando lo llamó en 2002 para prestar un servicio diplomático extraoficial en Níger. La CIA manejaba la versión de que importantes cargamentos de óxido de uranio habían sido trasladados del país africano a Irak. Y Wilson no sólo fue, años atrás, embajador de los Estados Unidos en Níger (no confundir con su vecina Nigeria), sino que además se trató del último de sus compatriotas en tener contacto personal con Saddam, cuando tras la invasión de Kuwait le exigió personalmente retirarse de allí. Ahora, más de una década después, Wilson confirma, en suelo de Níger, lo que sospechaba: era imposible que un operativo tan grande se hubiera consumado en tan poco tiempo, sin que nadie lo advirtiera. Así lo informa a su regreso, llevándose tremenda sorpresa cuando escucha al presidente Bush argumentar, en un discurso, que “de acuerdo con enviados estadounidenses a Níger” no quedaban dudas de que ese país había provisto a Irak el componente básico de las bombas nucleares.

Mientras tanto, Valerie Plame (Watts) viaja, siempre impecablemente trajeada, de Kuwait a El Cairo, de El Cairo a Jordania y de vuelta a Washington, presuntamente con el objetivo de cerrar negocios para empresas de su país. Aunque lo que en verdad hace es trabajo de inteligencia para cierta célebre agencia de espionaje con sede en Langley, Virginia. Valerie no es una “pinche”, por cierto. Miembro del Departamento contra la Proliferación de Armas Nucleares de la CIA, Plame dirige para The Agency el Grupo de Trabajo sobre Irak. Como tal, queda bajo su responsabilidad espiar el desarrollo de los programas armamentísticos iraquíes. Hasta que su marido decide publicar aquel artículo sobre las mentiras presidenciales y Valerie se convierte, para la Casa Blanca, en “blanco legítimo”, tal como el encumbrado asesor presidencial Karl Rove confió, off the record, a interlocutores ocasionales. La idea del enemigo interno, resonando otra vez en un film estadounidense. Tal como viene sucediendo, a lo largo de la última década, en todos aquellos que refieren a la política oficial de los Estados Unidos post 2001.

De pulso dramático no particularmente excitante, la película dirigida por Doug Liman (el mismo de la primera Bourne y El Sr. y la Sra. Smith, que era como el reverso de ésta, en clave de farsa negra) navega, sin fijar nunca del todo el rumbo, entre la intriga de alta política –con sus clásicas reuniones de “cuadros” alrededor de una mesa–, el film de espionaje –con su característica abundancia de millaje aéreo–, el drama íntimo –la revelación pública de la vida secreta de Plame deja boquiabiertos a parientes y amigos– y el clásico alegato de buena conciencia, con deposiciones judiciales y filípicas bienintencionadas. Sobre el final, daría la impresión de que lo que se espera del espectador es que sienta piedad por este pobre cuadro de la CIA traicionado por sus superiores o que se inflame de ánimo patriótico con la apelación final a la grandeza de los fundadores, por parte del ex embajador yanqui. Como si todo el mundo muriera por hacer cualquiera de ambas cosas.