Piazzolla: los años del tiburón

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

La música de una vida. Las imágenes del mar, al comienzo, no sólo resultan apropiadas porque Astor Piazzolla era marplatense y le gustaba pescar: el movimiento de las aguas y la belleza arrebatada del oleaje bien sirven para representar la agitada vida y el temperamento de este gran músico.
Pronto aparece Daniel, su hijo, cuyo dejo de tristeza irá comprendiéndose en el transcurso del film. Los preparativos de una exposición serán la llave que abrirá el torrente de recuerdos que vuelca este riquísimo documental de Daniel Rosenfeld (director de Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos, La quimera de los héroes y Cornelia frente al espejo).
El material del que se vale Rosenfeld para Piazzolla, los años del tiburón es diverso, apasionante y casi se diría que no da respiro, nutrido de fotografías, grabaciones registradas en distintos formatos, películas familiares en Super 8 y fragmentos de antiguos programas de TV, con los intersticios ocupados por archivos documentales de los lugares que se mencionan. En la misión de recuperar zonas olvidadas o desconocidas de la memoria de la vida del autor de Adiós Nonino ayuda el rescate de unas cintas desde las cuales se oye una conversación con su hija Diana. Las pinceladas en el lienzo abarcan el humor y la ternura, la pasión y las contradicciones, los períodos de privaciones y los de reconocimiento internacional, el joven Astor perseverante y estudioso junto al artista consumado e inconformista, la inestabilidad de su salud y de su carácter, algunas actitudes cuestionables (en lo personal y en lo público) y el esplendor de su música. No hay un narrador convencional ni textos aclaratorios en el film, que a veces va y vuelve en el tiempo; sin embargo, no se disgrega ni resulta oscuro para el espectador: aunque en el recorrido se salte de Mar del Plata a Nueva York y de ahí a Buenos Aires o París, y aunque ante una obra tan fecunda es inevitable que algunas piezas queden afuera (sus notables trabajos para la banda sonora de tantas películas, por ejemplo), Rosenfeld logra equilibrar de manera ajustada los elementos.
Por otra parte, transitar la historia de Astor Piazzolla resulta un buceo por buena parte de la cultura argentina del siglo pasado, cruzándose nombres como los de Gardel, Troilo, Borges o Ginastera. En ese trayecto no pueden faltar las discusiones en torno al tango y al arte en general: Piazzolla, los años del tiburón expone, por ejemplo, sin estridencias, el audio de un áspero altercado telefónico con un periodista radial y las resistencias a Balada para un loco. Del mismo modo, asoman alusiones a hechos históricos que acompañaron o condicionaron el devenir del músico y sus hijos.
Uno de los aciertos de la película es referirse a enfermedades, muertes, casamientos o despedidas sin subrayar los hechos, sugiriéndolos apenas a partir de viejas fotografías o de palabras dichas sin solemnidad desde archivos de audio. Es que Rosenfeld manipula el material con precisión y delicadeza, logrando un trabajo luminoso, nunca efectista, en el que brotan ocasionalmente apuntes íntimos que disparan la emoción, al mencionarse el paso del poeta Jacobo Fijman por un pabellón de enfermos mentales, al escucharse una grabación de la primera esposa de Astor Piazzolla cantando, o cuando la mirada y los silencios de Daniel (músico también) expresan una desazón que le da a Piazzolla, los años del tiburón otro matiz, haciendo que el homenaje al genial músico deje espacio, por momentos, a los claroscuros de la historia de una familia.

Por Fernando G. Varea