Pequeña flor

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Matar o morir

Una pareja en crisis experimenta una catarsis fantástica y truculenta en “Pequeña flor”, dirigida por Santiago Mitre.

Repliegue doméstico en suburbio extranjero, Pequeña flor marca el demorado regreso de Santiago Mitre a salas luego de esa ambiciosa patinada que fue La Cordillera (2017). Todo lo que allí era presidencialmente diabólico se vuelve mal de entrecasa en la adaptación de la novela de Iosi Havilio, que desplaza a su pareja protagónica a una remota localidad francesa.

José (Daniel Hendler) es un dibujante argentino de tiras cómicas que se queda repentinamente sin trabajo, situación que obliga a su mujer Lucie (Vimala Pons) a ponerse el traje y alistarse en un periódico, dejándolo a él a cargo de la beba Antonia.

La inversión de roles es tierna y apacible hasta que José va a pedirle una pala al vecino de al lado, el bon vivant de bigotes finos Jean-Claude (Melvil Poupaud), que exacerba la pasividad de José con sus bailoteos melómanos (pone Petite fleur, de Sidney Bechet) y tomadas de pelo hasta incentivar su homicidio.

“Esta es una historia de mi asesino”, dice la voz en off de Jean-Claude, que sucumbe al ataque catártico de José una y otra vez, y de las más diversas y macabras maneras, emulando la repetición fantástica de El día de la marmota bajo la estela que dejó Hitchcock.

Con esa premisa de fondo, Pequeña flor va desgajando sus pétalos mortíferos a la vez que le da un giro completo al vínculo entre José y Lucie, resentido por la crisis laboral del desempleo de él y la explotación que padece ella.

Desenamorados y frustrados sexualmente, recurren a un hilarante chamán (Sergi López) y sus sesiones grupales para recuperar el fuego extinguido. “Hoy la gente quiere renacer sin morir”, les revela. Y es que el matar infinitamente a Jean-Claude supone no matarlo nunca, y es solo el morir (la aceptación de la mediocridad pequeño-burguesa) lo que puede permitirles a José y a Lucie redescubrir la “pequeña muerte” de la pasión conyugal satisfecha.

Más allá de sus aciertos actorales y de la lucidez técnica, el mecanismo psicológico-mágico de Pequeña flor es una lección de guion para un cine argentino algo marchito en ese rubro, y con el que Mitre y Mariano Llinás (autor de esa otra y expansiva La flor) se permiten además jugar con el subtexto cruel de la expatriación argentina, pintar una Francia artificial de chanson (que corona la aparición del hoy veterano Hervé Vilard) y combinar oscuridad e inocencia como si hubieran surgido del mismo tallo.