Pelo malo

Crítica de Javier Rossanigo - Espacio Cine

Universo proletario recortado para un panfleto

Las dictaduras ya no son lo que eran. De lo contrario, no se explica cómo a los censores bolivarianos se les puede haber pasado por alto una película como Pelo malo en vez de haberla mandado directo a la quema tras rubricarla con un matasellos con la leyenda basura contrarrevolucionaria. Bien al sur de Sudamérica somos algo más incrédulos respecto a las posibilidades de una revolución (de los trabajadores, al menos), vista la buena salud que gozan nuestras burguesías, que suele ser directamente proporcional a su habilidad de teñir con su propio descontento el humor de una nación; por lo tanto, preferimos catalogar a Pelo malo simplemente como panfleto reaccionario. Panfleto sofisticado, sí, teniendo en cuenta que se toma el trabajo de ocultar sagazmente sus marcas de enunciación en los pliegues de una sinuosa historia, narrada en un convencional registro realista, de una trabajadora venezolana desempleada y su hijo de unos ocho años, banco de pruebas de las miserias más bajas de su sociedad; pero panfleto al fin.
Es que Rondón, su directora, comete la ¿torpeza? que cineastas de talla reconocen como un riesgo imposible de tomar y salir airoso a su vez: expresar el descontento de su propia clase ante un trauma político utilizando vicariamente para ello a una clase subalterna. En el caso de Pelo malo, este hecho tiene el agravante de que, nada casualmente, su directora posa su mirada implacable sobre la misma clase que el poder político a cargo del gobierno de su país se arroga representar y con el cual a su vez no pocos se sienten legítimamente representados. La sinopsis es mínima y no conviene recomponerla, en tanto ese drama íntimo no parece ser otra cosa que la coartada de Rondón para que se luzcan sus desmerecidos personajes. Así, lo único que parece tener claro Marta, la trabajadora desempleada en cuestión, es la necesidad de recuperar como sea su trabajo como vigilante privada. Por lo demás, detenta una conciencia casi premoderna, un repertorio donde no faltan dosis de homofobia, de obscenidad y de desaprensión hacia sus hijos, al punto tal de no poder llamar al más pequeño por su nombre propio (en caso de que lo tuviera) porque al parecer en el enrevesado universo proletario alla Rondón las personas pueden carecer hasta de ese gesto primigenio que consiste en darles un nombre a quienes se incorporan al mundo. Pero la cifra de su ignorancia la da el episodio en que Marta acompaña a su hijo al médico y el niño le pide a éste que le revise el coxis para despejar las dudas de su madre, quien sospecha que allí podría estar creciéndole una “cola”, hecho que a su vez explicaría los comportamientos “raros” de su hijo. Curiosa regresión al universo temático del realismo mágico cuando ya se lo consideraba superado, a menos que se la entienda como un guiño a pedir de boca del gusto europeo.
La política se presenta como lo ominoso por antonomasia. Lo invade todo, imposible escapar de ella, sobre todo mientras se transita la calle o mientras en la privacidad del hogar está encendida laTV. Y aquí se libra, a pesar de su directora, una interesante contienda entre la capacidad documental del cine para registrar en este caso la información de la calle, un espacio donde parece sentirse más cómodo el oficialismo político con murales que buscan asentar la imagen de una revolución triunfante, y, del otro lado, la capacidad de la TV de indiciar lo real a partir de un hecho particular que se anuncia con la neutralidad de un dato duro. Por esta parcialidad parece pronunciarse Rondón, si se lee con detenimiento el episodio en el que Marta, en un último intento por recuperar su trabajo, recibe en casa a su jefe con la excusa de una cena. Ante la indiferencia de los personajes, para quienes la cosa política parece ser algo incomprensible que pasa por el costado de sus vidas (a propósito, toda una declaración de principios de la propia directora), la TV sintonizada en un noticiero da la primicia de un hombre que mató salvajemente a su madre, como sacrificio para la mejora de la salud de Hugo Chávez, a pedido de Dios, luego de que éste se le presentara en un sueño. Curiosa defección del cine por parte de la propia directora, quien ante la inminente derrota por no lograr con sus herramientas aprehender esa escalada irracional que pretende retratar, decide entonces sin contemplaciones ceder a la TV la representación de lo real, aceptando en ese desplazamiento que una noticia sensacionalista no sometida a réplica se presente poco menos que como verdad revelada y funcione como sinécdoque de una supuesta realidad nacional.
¿Qué nos dice entonces Pelo malo acerca de esa Venezuela contemporánea que su directora quiere retratar? Desafortunadamente, nada muy diferente a lo que desde un buen tiempo a esta parte nos llega a través de medios como la CNN y sus satélites nacionales, quienes, con una impostada preocupación por lo latinoamericano, insisten en la manifiesta polarización política venezolana ocultando sus matices y su devenir histórico, no solo para confundir acerca de la realidad de ese país sino para que en esa misma jugada se midan en ese espejo deformado los demás populismos del subcontinente. Entonces es por demás comprensible que como espectadores, ante películas como ésta, nos quedemos con las ganas de conocer en qué consistiría esa pretendida lucidez de las clases medias en base a la cual se arrogan una autoridad moral que no vacila a la hora de utilizar a las clases menos favorecidas de la sociedad para defender sus propios y velados intereses.
Seguiremos entonces aguardando por esa película de Rondón en la que su implacable mirada se deslice esta vez hacia su propia clase que, vale recordarlo, en Pelo malo permanece en un estricto y nada inocente fuera de campo.