Paraíso: Amor

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El amor (primera parte)

La planificación visual que ensaya Ulrich Seidl funciona en parte como una declaración de humildad: los encuadres cerrados recortan la imagen de una manera evidente y calculada, como si el director dijera abiertamente que no aspira a capturar en su totalidad el mundo del turismo sexual en Kenia; los planos se muestran como tal, la película se revela como una mirada y no busca pasar por un documento o un pedazo de realidad en bruto. Las escenas de Seidl son como maquetas pequeñas o viñetas que se vinculan entre sí de manera un poco caótica: la mayoría de las veces el montaje es cortante y no hay nada parecido a un raccord. Es que cualquier otro proyecto de puesta en escena seguramente habría resultado falso: la historia de Teresa y del contingente de mujeres europeas que viaja a las playas soleadas de Kenia para acostarse con los jóvenes locales habría sido una tentación demasiado grande para otro director que quisiera explotar las miserias de las protagonistas o la marginalidad de la sociedad keniata. Como ocurre en todas las buenas películas, el valor de Paraíso: Amor reside tanto en los propios logros como en todos aquellos peligros oportunamente esquivados.

Uno podría pensar que la novedad del tema no le deja espacio a Seidl para otra cosa que no sea la observación un poco maravillada de ese universo, como si todo pasara demasiado rápido y la película no quisiera distraerse con la denuncia. No es casual que Paraíso: Amor sea dueña de tanta luz y tanto color: recordemos que las películas que explotan la pobreza y buscan el impacto fácil como Ciudad de Dios o Tropa de elite tienen una fotografía contrastada donde no hay lugar para los tonos vivos. Incluso cuando la trama lleva a Teresa a las casas de sus amantes ocasionales, la cámara devuelve una enorme cantidad de colores y matices, como si Seidl no se resignara a encontrar la belleza en ninguna parte, ni siquiera en una habitación descascarada atravesada por los signos de la pobreza más terrible. Así, el cine de Seidl termina replicando, a su manera, al de Pedro Costa.

En el relato de Paraíso: Amor (concebida como un film de larga duración, finalmente se transformó en la primera entrega de una trilogía) ocurre algo similar. Ante la inmensidad de un entramado de relaciones desconocidas, el austríaco elige retratar cómo es que se efectúan las confusas transacciones amorosas de los personajes antes que comentar las desigualdades que separan a las partes. La ambigüedad de los intercambios dota de un misterio notable a las parejas temporales que se la historia arma y deshace cada vez más rápidamente. El drama de Teresa no es otro que el de no conocer las reglas del mercado sexual local: ella tarda bastante en aprender que la promesa de amor de sus compañeros de cama no es otra cosa que una parte acostumbrada del ritual de la prostitución masculina keniata. En este sentido, la película se acerca a ese universo tratando de comprender las formas mediante las cuales opera el sistema: los negros seducen a las turistas, las convencen de llevarlas a su casa en algún pueblito alejado del hotel, juegan a hacerles creer que gustan de ellas (y ellas, salvo por Teresa, siguen el juego sin creérselo demasiado) y después tratan de sacarles toda la plata que puedan. Salvo por algunos pocos momentos subrayados (como el plano que muestra a los vendedores ambulantes separados de los turistas por una guarda y un policía) no hay nada parecido a la sordidez ni la queja altisonante: Paraíso: Amor es un relato de aprendizaje de una mujer madura que busca el amor en tierras extranjeras. Incluso cuando los vendedores se abalanzan sobre el infortunado que osa querer pisar el mar, la película es capaz de mostrarse feliz: la insistencia de los vendedores carga la escena de tensión pero sus halagos mentirosos y su picardía para el comercio logran que el tono sea cómico y nunca miserable.