Pendejos

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

El cine de Raúl Perrone está atravesado por la ciudad de Ituzaingó. Para el que conoce al menos una parte de su extensa filmografía (más de treinta películas en veinticinco años) esto es una obviedad, pero pocos directores en la historia del cine mantuvieron una relación tan estrecha con un espacio. La atención puesta en el lugar de su nacimiento no tiene nada que ver con un gesto endogámico, sino -entre otras razones- con la conciencia de que fijar la mirada en espacios alejados de la capital, donde todo pareciera suceder, constituye en sí mismo un acto político.

Cuando uno revisa esos sitios en internet donde cualquier cosa se reduce a un par de datos, se encuentra con que en el 2010, cuando se realizó el Censo Nacional, Ituzaingó tenía casi 200.000 habitantes y que supuestamente era la localidad con más robos de toda la zona oeste de la provincia de Buenos Aires. El cine de Perrone, lejos de cualquier mirada global, se concentra en las pequeñas historias y las pequeñas líneas que, tarde o temprano, forman una secreta telaraña. Los personajes en general son jóvenes que habitan un terreno marginal, pero la mirada que Perrone dirige hacia ellos jamás cae en la complacencia ni en la condena.

El cine de Perrone es cercano y esa cualidad se acentúa con P3ND3JO5, su última gran película. Los adolescentes flotan sobre patinetas en un movimiento que no está determinado por la rigidez de un guión (nunca existió ese esquema previo en el cine de Perrone), pero tampoco por la dudosa espontaneidad que ostenta la improvisación. Los adolescentes son libres y con cada giro que deciden, en las calles de su ciudad o en las curvas artificiales de cada pista, se revela su condición de pasajeros. En algún lugar se comparó a esta película con Paranoid Park, de Gus Vant Sant, pero mientras el norteamericano elegía la pesadez de la tierra para situar a sus personajes afligidos, Perrone elige el aire, no menos denso pero quizás más apto para movimientos fluidos como los que emprenden los jóvenes sobre sus patinetas. Para los adultos que aparecen en la película y que se atribuyen los discursos morales no existe tal movimiento; los pibes están quietos, no saben lo que quieren.

Los tres actos que componen el entramado, al que se agrega una coda final, no tienen nada que ver con un relato convencional, aunque a lo largo de sus dos horas y media se puedan ver algunas líneas narrativas como la de una pareja de adolescentes que se encuentra ante la posibilidad de un aborto o la de un par de pibes que podrían estar involucrados en el asesinato de un dealer. Menos que un drama, lo que se comparte en P3ND3JO5 es un espacio y un tiempo. La música, omnipresente a lo largo de todo el desarrollo, no conduce a las imágenes y tampoco sucede a la inversa: a veces están juntas y otras veces separadas, pero siempre comparten un lugar más amplio y un momento: Ituzaingó, ahora.

La decisión más acertada de Perrone es anular cualquier diálogo sonoro y suplantarlo por las viejas didascalias del cine mudo. Olvidarse de la imposición de la palabra para integrarla al plano visual logra momentos de enorme potencia y genera un desplazamiento perceptivo: el espectador que logra deslizarse a través de las imágenes y los sonidos y se olvida por un rato de la dictadura de los significados quizás encuentre otros caminos. Hacia el final del recorrido, el punto en el cual todos los hilos se encuentran y se vuelven a separar, confirmamos que Perrone no sólo ama a sus personajes sino también al espacio que los rodea.