Néstor Kirchner, la película

Crítica de Pablo Ibáñez - Ámbito Financiero

Film sobre Kirchner vale por imágenes poco conocidas

Los testimonios son el valor primordial de un documental que no aporta demasiado para satisfacer interrogantes, aunque quizá sea muy pronto para pretenderlos.

«Néstor Kirchner, la película» (id., Argentina, 2012). Dir.: P. de Luque. G.: P. de Luque, C. Polimeni. Foto: M. Iaccarino. Mús.: G. Santaolalla, I. Wyszogrod.

Es 24 de marzo de 2004 y Néstor Kirchner habla en la ESMA. Su mano izquierda estruja el borde del atril, naufraga hasta el pie del micrófono y regresa para pellizcarlo. La trasmisión oficial no registra el gesto secreto y angustiante del presidente. Una cámara silvestre capta, en primer plano, el baile desesperado de la zurda de Kirchner y la ofrece como subtitulado visceral de lo que Kirchner dice.

Como un lado B, la toma desordena el episodio, ultraconocido y difundido, y le devuelve vitalidad. El procedimiento se repite a lo largo de la película -un paneo caótico, cámara al hombro, que captura un enjambre de uniformados luego de que Kirchner ordenó bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar- y consigue, con sus otros enfoques y otros detalles, el efecto de sorprender. Lo mismo se vuelve distinto, como si uno entrara a su casa por la ventana en vez de hacerlo por la puerta.

Perlas

Son pequeñas perlas rescatadas del alud de material fílmico y fotográfico aportado por 12 mil personas, que la producción de «Néstor Kirchner, la película» acumuló y Paula De Luque, sucesora de Adrián Caetano -director que dejó precipitadamente el proyecto por desacoples con los productores- seleccionó, con criterio, para contar tramos de la historia.

Bocados, apenas. El documental se estira 109 minutos en los que transita el formato convencional de testimonios y archivo, con modestas licencias poéticas -barrocas y pretendidamente referenciadas en Leonardo Favio, el realizador fetiche del peronismo- y un puñado de historias mínimas, en primera persona, de «anónimos» a quienes Kirchner les cambió la vida.

Se trata de un anonimato premeditado que remite a Oesterheld, el Eternauta y su héroe colectivo. Los entrevistados, que van desde su hijo Máximo al joven violinista jujeño Facundo Nolasco, y una ristra de voces en off se suceden sin ser identificados. Un simbolismo para decir que todos son Kirchner y Kirchner es todos ellos pero que puede desorientar al espectador que desconoce quién es quién.

Los testimonios son el anzuelo primordial de la película. La aparición de Máximo; fraseos domésticos de la madre de Kirchner -cuenta que, de niño, le dijo que quería ser gobernador-, recuerdos de su suegra y cuñada de la detención en los 70, y de las hijas de Alicia, que incluyen a los hijos presidenciales, sobre temporadas en la casa de la abuela que trafican un reproche por la ausencia paterna y materna.

Para la galaxia K, que construyó el imaginario de una figura todopoderosa, de mano invisible que mece la cuna, Máximo Kirchner aparece reducido a relator de anécdotas familiares, de infancia o de cuando con su padre se burlaban de la dedicación que Cristina podía al festejo del Bicentenario, con algunas sentencias políticas que, como mucho, certifican el sello de origen del relato oficial. Dice, en ese tono, que la crisis del campo no se hubiese desatado sin «Clarín, Magnetto, los medios».

Fierros

La biografía de Kirchner que construye Paula De Luque, con el patrocinio y la fiscalización de Fernando «Chino» Navarro y Jorge «Topo» Devoto -ambos con sus cameos de rigor: Devoto en un abrazo callejero con el Kirchner recién asumido; Navarro como protagonista vasto y risueño en el acto del desendeudamiento- revisita las escalas icónicas del kirchnerismo y escarba la coyuntura, a días del incierto 7-D, al hacer foco en la Ley de Medios.

Titular

«Los fierros hoy son mediáticos», dictamina Kirchner en una charla informal registrada en una filmación casera donde aparecen Ricardo Forster, Alberto Fernández y Horacio Verbitsky. La frase titular de la guerra con Clarín.

El ex jefe de Gabinete es, ahí, un intruso para el relato del presente. Porque, además de sistematizar el anonimato, De Luque -que se declara kirchnerista desde el comienzo, aunque no explica cuál es el comienzo- desmaleza. Como otros biógrafos, la directora busca solidificar el mito trazando lazos inmaculados, en este caso entre la juventud maravillosa de los 70, Kirchner y las «nuevas generaciones» a quien dedica el film, como si en medio ni hubiesen existido gremios financistas de candidaturas iniciáticas, o Cavallos y Duhaldes, insumos necesarios para que el mito haya llegado a Mito.

La clave política aporta otros detalles: inserta la voz (no la imagen) de un Moyano elogioso de Kirchner, juega con la edición al empalmar el concepto de que la política es «pasión y traición» con una imagen de Daniel Scioli e ignora a los caciques del PJ salvo a José Luis Gioja, uno de los mecenas del film. El protagonismo raleado, lateral, de La Cámpora debe leerse con otro código: como parte de la malquerencia entre la agrupación juvenil y el Movimiento Evita del que Navarro, uno de los productores, es jefe.

El espectador curioso, el que busque algo novedoso, tiene en las escenas de antaño, granuladas, en blanco y negro, a un Kirchner joven, algo más grueso; un hacedor serial de «cuernitos», casi siempre sonriente.

No hay mucho más para los observadores ajenos, para aquellos que no vayan al cine a presumir o potenciar su simpatía K, sino detrás de pistas para entender por qué Kirchner fue lo que fue. O es lo que es. El documental no aporta demasiado para satisfacer ese interrogante. Quizá no sea un demérito sino, simplemente, que todavía es demasiado pronto para pretender una respuesta.