Mujeres al Poder

Crítica de Maria Marta Sosa - Leer Cine

AMA Y SEÑORA

La nueva película del director francés François Ozon ofrece una opción amena en la cartelera para abordar un film que se comporta como su protagonista: uno piensa que en su segunda parte se resignifica y se vuelve una buena película, pero en realidad desde el principio es una atendible opción en una cartelera un poco restringida para este tipo de directores.

Podríamos dividir Mujeres al poder (2010) en dos partes, cuyo punto delimitador es la secuencia en donde Babin (Gérad Depardieu), anoticiado por Pujol (Fabrice Luchini) de la posible paternidad de su hijo Laurent (Jérémie Renier), va a buscar a Suzanne Pujol (Catherine Deneuve) a la fábrica para que le confirme esta información. Allí encuentra a Madame Pujol dando una entrevista para la televisión, ensalzando sus virtudes como dirigente empresarial, exponiendo los logros de la producción desde la asunción de la presidencia –desbancando a su marido-, celebrando su belleza, su inteligencia, y el trato para con los obreros. En esa corta escena vemos la aparente conversión de Suzanne, quien antes parecía adormecida en su mundo doméstico y ahora ha despertado para develar quién fue siempre. Bavin la lleva en su auto al lugar donde se conocieron, él la mira con amor, ella mantiene la distancia de su clase, parece no estar conmovida con regresar a ese lugar. En el trayecto Bavin le pregunta aquello que lo tenía ilusionado, feliz. Ella lo niega y, con la misma frialdad, le ofrece un derrotero de lo que fue su vida amorosa paralela a su matrimonio. Suzanne le ha roto el corazón a Bavin y se ha revelado ante él para mostrarnos que siempre tuvo el poder.
No podemos negar que Ozon, director de la película, nos había preparado junto a Bavin para esta desilusión. Es en relación a Bavin cuando Suzanne comienza a dar señales de aquella mujer que fue –que es-. Desde su primer encuentro aparece enaltecida, hasta en el diálogo se expone que entre ellos existe una diferencia de clase casi irreconciliable. Quizás la escena más grafica (y más bella) sea la de las escaleras a la salida del Babadoum, en donde Bavin le pide abandonar esa vida tediosa para vivir otra amorosa y ella aparece siempre más alta que él. Bavin se acerca, la alcanza gracias a los escalones, pero ese acercamiento físico no basta, intenta con palabras, miradas, hasta con un beso, pero no, su cuerpo y su discurso no la trascienden, no atraviesan a Suzanne y ella parte. La vemos a ella escalones arriba y a él abajo, desolado. En esta escena, sumada a la que Suzane, luego de hablar con su hija y desestimar un proyecto que le propone con reajustes de personal y otras medidas, le relata cómo era de trabajador su abuelo y la manera en la que trataba a los empleados, mientras se refleja en el retrato de su padre, se ofrecen esas señales de las que hablábamos antes: Suzanne siempre fue la mujer que es ahora y aquella conversión no fue tal, sino que ella había elegido dormitar, callar su voz, hacerse a un lado, ser “un florero” -potiche (de ahí el título original).
Al conocer la realidad de la protagonista, que su mudanza no se da, toda la primera parte de la película, pierde la frescura y energía que parecía tener. Entonces rescatamos a Bavin, quien queda como víctima, pero que es un personaje honesto con sus sentimientos, decidido, valiente, que amará a su burguesa aún cuando sea su acérrima rival política, como lo muestra la hermosa escena en la que él, en su oficina, la escucha cantar por la radio y toda su gestualidad lo confirma derruido ante ese amor fiel.