Mortdecai: El artista del engaño

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Excéntrico, pero poco gracioso

Basada en una popular trilogía literaria escrita y publicada por el británico Kyril Bonfiglioli en la década de los 70, Mortdecai tiene un elenco estelar, un buen presupuesto (50 millones de dólares) y el espíritu inocultable de aquella famosa y extensa saga de La pantera rosa, protagonizada por Peter Sellers y dirigida en su mayoría por Blake Edwards.

El protagonista es Charlie Mortdecai (Johnny Depp, involucrado también en la producción de la película), un excéntrico aristócrata británico que ha dilapidado irresponsablemente su fortuna e intenta recuperarse ideando un negocio tramposo con una pintura de Goya que, al margen de su valor intrínseco, contiene una clave que permitiría reclamar una enorme cantidad de oro acumulado ilegalmente por los nazis.

Cuenta con la ayuda de un fidelísimo criado que también oficia de eficiente guardaespaldas (Jack Bettany) y la colaboración de su indolente esposa (Gwyneth Paltrow), preocupada, sobre todo, porque su compañero se afeite un curioso bigote que a ella le produce náuseas.

El otro personaje importante también es una estrella: el siempre eficiente Ewan McGregor, un agente del servicio de inteligencia inglés enamorado de la mujer de Mortdecai desde hace años, que también anda tras las huellas del Goya.

La película tiene algunas buenas escenas de acción y actuaciones correctas, pero falla ostensiblemente en su principal objetivo: el humor. Es evidente que, desde la dirección, David Koepp (conocido por su trabajo como guionista de Misión imposible, Jurassic Park y El Hombre Araña) poco pudo hacer para insuflarle gracia, ritmo y sorpresa a un guión más bien anodino a cargo de Eric Aronson, cuya única experiencia anterior en el rubro es la de On The Line, una comedia adolescente gris e irrelevante.

La espectacularidad en la realización (movimientos de cámara, locaciones, vestuario, apoyo de efectos digitales) no alcanza para esconder las debilidades de una adaptación que carece de la clásica acidez del humor británico, recurre a unas cuantas obviedades y luce inevitablemente extemporánea, como si Aronson no hubiese encontrado la manera de actualizar y dotar de agudeza y mayor oscuridad a una historia que, evidentemente, lo reclamaba.