Morir como un hombre

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

La vida de un personaje

Suerte de ama de casa insegura y coqueta en cuerpo de hombre, Tonia se presta al estereotipo. Sin embargo, el director Joao Pedro Rodrigues (1966, Lisboa, Portugal) y el actor Fernando Santos evitaron los habituales clisés, recorriendo la conflictuada existencia de este veterano travesti no en puntas de pie pero sí con paso lento y sereno. Y lograron esa proeza, tan propia del (buen) cine, de construir un personaje que, haya existido o no, cobra vida en la pantalla, al punto de llevarnos a seguir con atención sus pasos, conmovernos con sus problemas, preocuparnos por su destino.
Tonia no encarna valores emblemáticos: sus contradicciones están a flor de piel, su sensibilidad se revela a través de gestos insignificantes (como el encuentro con viejas fotografías o con un perro callejero) y su vulgaridad se confunde con la riqueza que –como la de cualquier ser humano– tiene su vida, simple y compleja a la vez. A través suyo, sin embargo, el film permite reflexionar sobre los designios de la sexualidad, el miedo a los cambios, el peso de la religión catòlica, la paternidad, el amor, la vejez y la soledad. Otros personajes que lo/la rodean han sido desarrollados con la misma lucidez, como Rosario, su modisto y “amante”, especie de niño salvaje (en el sentido menos glamoroso del término) que también sobrevive como puede en los márgenes de la sociedad, entrando y saliendo con indiferencia de su adicciòn a las drogas y de la vida de Tonia.
Buena parte de la seducción que ejerce Morir como un hombre (que se estrena ahora después de la repercusión alcanzada en la última edición del BAFICI) proviene de la modalidad de su construcción. El film de Rodrigues bordea lo cursi, roza la crudeza y sobrevuela la matriz del melodrama romántico sin regodearse con ninguno de esos elementos, agregando, al mismo tiempo, atmósferas irreales y componentes de fábula. Si en el comienzo la cámara se pasea inquieta, sensual –al igual que un grupo de soldados– entre el follaje nocturno, en medio de cantos de grillos y miradas huidizas, generando la sensación de un paraíso perdido, no es distinto el estado cuando Tonia y Rosario, desviándose del camino, se dejan llevar por la mansa belleza de un bosque que resulta ser el mismo, ahora soleado y silencioso. El plano secuencia que muestra distraídamente a Tonia recogiendo flores y al chico arrojando piedras al agua, es de un lirismo extraño, inesperado. Parece haber algo mágico en ese lugar, que deriva en el encuentro con un travesti ridículamente impostado y su pareja, seguramente lo menos convincente del film en términos dramáticos (también hay descuidos en la elaboración de una fotografía que se muestra en primer plano y en la forma de simular, montaje mediante, el cuerpo debilitado del opulento protagonista).
Algunos recursos formales pueden discutirse sin ser acusados de artificiosos: virajes de color, ruidos y voces fuera de campo, el congelamiento de la acción mientras se escucha (completa) una canción, la reunión de varias situaciones e ideas en un solo plano secuencia, juegan con la percepción del espectador, invitándolo a completar lo que imagen y sonido le sugieren.
Sin erotismo edulcorado ni excesos de sordidez, Morir como un hombre mantiene en off todo lo que distraería innecesariamente (el público del cabaret, la ex-mujer): el mismo hijo de Tonia es una figura elusiva, como un deseo o un recuerdo que se escapa. Desprende, en cambio, algunos destellos de humor, por ejemplo ironizando sobre la ambigüedad de roles de los personajes. En este sentido, el plano de las manos de un médico explicando una operación de cambio de sexo como si estuviera armando un avión de papel, exhibe una gracia y falta de solemnidad admirables, confirmando que para Rodrigues seriedad no es lo mismo que gravedad, ni mucho menos falta de libertad.