Mi amigo palestino Nuevamente, el director israelí Eran Riklis despunta una mirada humana o humanista sobre el arcaico conflicto palestino israelí con Mis hijos (Dancing Arabs -2014-), se despoja así del enfoque político para narrar –basado en una novela autobiográfica de Sayed Kashua- la historia de un estudiante palestino becado en la universidad de Jerusalén, atravesado por el prejuicio y la lucha de adecuación a un entorno poco amigable. Sin tomar posición por un lado u otro de la ecuación, y de acuerdo a sus propias declaraciones a sabiendas que el público ya no resiste películas dramáticas sobre el conflicto de Oriente Medio, el director de El limonero -2008- se sumerge en esta historia de choque de culturas para avanzar un escalón más arriba de la coyuntura y plantear más que las diferencias los rasgos comunes entre los personajes en el particular universo de este opus. La idea del comienzo advierte al público -a modo informativo- que el 20 por ciento de la población israelí es árabe, desde lo macro se apuntala al relato micro, con una fuerte tendencia a la generalización para encontrar la rápida empatía en el derrotero del protagonista Eyad -Tawfeek Barhom-. Las barreras idiomáticas, su pronunciación fallida de ciertas palabras son el eje que marca el espacio a la discriminación y desde ese lugar todo aquello que el muchacho asimila para ir perdiendo su identidad en beneficio de su interés educativo. Sin embargo, sus compañeros de clase lo aceptan e incluso una novia que mantiene en secreto su relación y que, de cierta manera, despierta la ilusión de Eyad. Las dosis de humor, o cierto costado satírico, aparecen en los momentos más dramáticos para matizar la película, la cual nunca cae en el registro melodramático a secas, a pesar de transitar por situaciones tensas, siempre teniendo presente el punto de vista del estudiante palestino. El título que utiliza el plural en la traducción local, también abre el espacio a una subtrama con uno de los personajes secundarios que entabla un vínculo muy particular con Eyad, un joven discapacitado al que asiste y acompaña en su tránsito por la universidad, subtrama que habilita una lectura hacia el lado del compañerismo y la tolerancia en la diferencia, pero que por fortuna el director de La novia siria -2004- no subraya desde el punto discursivo, sino que enriquece con enormes cuotas de sensibilidad por la relación entre ambos personajes. Si bien por momentos el film no escapa de algunas zonas grises en función a sus intencionalidades de quedar bien con todos, es justo reconocer el equilibrio en la historia por el peso otorgado a cada situación y conflicto, que a lo largo de 104 minutos encuentra sus mejores formas de desarrollo en la sencilla apelación al terreno emocional.
La herencia en cuestión Una vez más, Eran Riklis pone en escena el conflicto palestino-israelí a través de una historia individual. Toda la fuerza de la película reside en la lucha interior del complejo protagonista principal, en búsqueda de su identidad. Pero alrededor de él, intrigas y personajes secundarios tienden a ser más flojos, y la película a dispersarse. La prolífica filmografía del israelí Eran Riklis, está atravesada en profundidad por el conflicto palestino-israelí. Como metáfora de este conflicto, varias veces recurre a un personaje principal judío israelí (¿será una suerte de catarsis de su propia condición?) quien entra en conflicto interior cuando se encuentra con el “otro lado”. En El Árbol de Lima(Lemon Tree, 2008), la mujer de un ministro israelí empieza a dudar de las convicciones de su marido mientras va creando una amistad con su vecina palestina. De la misma forma en Zaytoun (2012), la vida de un piloto israelí cambia después de que un niño palestino le salva la vida. Con Mis hijos, el guión basado sobre la autobiografía de Sayed Kashua, Árabes danzando ("Dancing Arabs" en inglés, el título original de la película), invierte esta tendencia: el protagonista (el joven y ya muy potente actor Tawfeek Barhom) es un joven palestino, u oficialmente “árabe israelí”. Nativo de Tira, ciudad de fuerte población árabe en Israel, Eyad, brillante alumno, entra a los 16 años en un prestigioso internado de Jerusalén. Es el único árabe. Entonces, tiene que crear su propio lugar. Un lugar que no existe en esta sociedad. Hijo de un famoso activista por los derechos palestinos, no sabe muy bien que hacer con esta herencia. ¿Condena a su padre por eso? ¿Haría lo mismo? Preguntas que constituyen un leitmotiv pero a las cuales poco responde la película. La cuestión central, la de la identidad individual y colectiva, es apasionante, y es una idea valiente la de querer encarnarla en un adolescente palestino que está justo en esta hora ambivalente, este umbral entre niñez y adultez, donde se pregunta que quiere conservar de la primera (o sea lo que decidieron su nacimiento y su familia por él) y en qué se quiere convertir. Y la única opción que va a tener Eyad para hacerse un lugar en su nueva vida en Jerusalén es adaptarse, asimilarse, es decir disfrazarse. Por el idioma, por la música, por la ropa, y finalmente por sus papeles de identidad, se vuelve otro poco a poco. Lo perturbador es que a los personajes secundarios (sobre todo las mujeres), claramente creados para dar lugar a la cuestión de la identidad, les falta profundidad en comparación con él. La historia de amor de Eyad con una judía del instituto, por ejemplo, cae demasiado en los lugares comunes del amor imposible, tanto como el personaje de ella. Las madres del mismo Eyad y de su amigo/doble Yonatan, son casi decorativas, cuando se hace paradójicamente sentir la voluntad de darles roles importantes. El otro problema es plantear un tema tan complejo y político y, al parecer, no tomar una posición al respecto. Seguramente para agradar el mercado audiovisual israelí e internacional, no hay una crítica clara a la política de Israel, y la sensación de querer abarcar todo a nivel político -tanto como narrativo-, termina sonando falso. Al mismo tiempo, hay en Mis hijos algunas secuencias cargadas de sincero lirismo, sobre todo la diatriba de Eyad explicando cómo la obra literaria de Amos Oz usa el odio del árabe. Estos momentos donde la película se anima valen la pena, pero son demasiados furtivos para poder crear una fuerza llevadora que emane del conjunto.
Así como la película turca Mustang, estrenada hace un par de jueves, mostraba la peor cara de la sociedad patriarcal en Turquía, la cartelera local nos trae otra problemática de aquellas regiones. Mis hijos cuenta la vida de una familia palestina residente en un pueblo israelí, en la que Eyad, el menor de los hijos, es un prodigio. A los doce años está tan aventajado en su colegio que sus padres deciden envíarlo a una prestigiosa institución en Jerusalén, donde se topará con la discriminación que sufren los árabes residentes en territorio "enemigo" y donde también se enamorará de una chica judía. Narrada por periodos que abarcan desde la década del 78 hasta entrados los 90 -con las guerras del Líbano y el Golfo como telón de fondo-, la historia transita la transformación de Eyad: de aquel niño que sabía todas las respuestas hasta el adolescente cada vez más ensimismado, que sufre en silencio su origen (la familia de su novia le prohíbe que se vean). Un programa de voluntariado, en el que cuidará de una adolescente discapacitado, le servirá a Eyad como válvula de escape y, al mismo tiempo, como una ocasión para subvertir su identidad. Film sobrio, en el que la evolución del protagonista (gran tarea deTawfeek Barhom) es acompañada por sólidos personajes secundarios, Mis hijos exhibe por enésima vez en el cine los conflictos entre árabes e israelíes, pero lo hace de manera muy cuidada, sin llegar al golpe bajo, y mostrando un matiz diferente. Para destacar: la excelente banda de sonido, que permite descubrir a más de un grupo de post punk israelí.
Diferencias culturales que borran identidades. Mis Hijos (Dancing Arabs, 2014) es el último film de Eran Riklis, conocido principalmente por La Novia Siria (2004), El Árbol de Lima (2008), Una Misión en la Vida (2010) y Zaytoun (2012). Con una breve carrera cinematográfica que da cuenta de once largometrajes, Riklis es uno de los directores más respetados del cine israelí. En la mayoría de sus creaciones el conflicto de Medio Oriente está presente junto con las diferencias religiosas y culturales, como es el caso de Mis Hijos (basada en el libro del también guionista del film Sayed Kashua), la cual expone de forma desgarradora la complejidad de dicho enfrentamiento. Los puntos de vista de la pugna son tantos como sus años, al respecto dijo el director: “Es importante que a través de una historia, se deje de manifiesto la situación y se muestre a la audiencia las diferentes visiones. Cuando ruedo, no tomo partido, no tomo un bando sino que hablo de la gente y de sus diferentes realidades (…) por eso no me gusta hablar sobre lo que está bien o mal, sino sobre historias humanas que hagan reflexionar.” Tal vez Riklis sea para el cine aquello que Daniel Barenboim es para la música, la unión entre judíos y árabes, entre israelíes y palestinos, proponiendo la tolerancia y el respeto como camino hacia la paz. Todos sus filmes están atravesados por los conflictos de Israel y sus países limítrofes. En Mis Hijos se muestra el resentimiento de los israelíes hacia los árabes, pero en su otro film Zaytoun pasa lo contrario, Riklis muestra el odio de los palestinos hacia los israelíes. Sin embargo, en ambos largometrajes se expresa su deseo por la unión y el respeto mutuo. El director conoce bien los temas que trata, no sólo por haber nacido en Israel, sino también por haber servido en el ejército de dicho país durante la Guerra de Yom Kipur (1973). Mis Hijos atraviesa la historia de Israel en diversos períodos pasando principalmente por la década de los 80 y 90, haciendo mención a años claves del conflicto, como por ejemplo la Guerra del Líbano. En cada uno de esos años el protagonista Eyad, nacido en Israel pero descendiente de palestinos, atravesará una gran metamorfosis. Eyad (interpretado estupendamente por Tawfeek Barhom) debe atravesar toda clase de adversidades que le recuerdan a cada instante sus diferencias culturales. El joven dejará el barrio árabe y se separará de su familia, ya que su padre -un fuerte activista- lo envía a Jerusalén para estudiar mediante la frase “…quiero que seas mejor que ellos en todo”. En consecuencia, al llegar a la gran ciudad, estas diferencias se acentuarán hasta el punto de hacer que se sienta un “extranjero”. Estas diferencias no sólo son religiosas o ancestrales, sino que se vuelven más profundas: desde el idioma y su vestimenta hasta su propia identidad. Pues para el director la identidad individual en un país como Israel no puede separarse de la identidad social y política. Dicho drama, con cierto dejo de comicidad ácida, está situado en un país que para el protagonista estará dividido entre dos mundos, el árabe y el judío, dos religiones, dos culturas y dos idiomas, y él se sentirá obligado a tener que optar por uno. Por un lado, Riklis apoya el mensaje de paz de Israel a través de un discurso esperanzador sintetizado en aquella escuela llamada “Children for Peace” (Niños por la Paz), y por otro lado, critica el sistema educativo universitario. En la universidad, en Jerusalén, por esos años Eyad es el único árabe estudiando allí -lo cual difiere bastante de lo que sucedía y sucede actualmente- y se expone que la educación inclina los pensamientos ideológicos de los estudiantes acentuando las diferencias entre judíos y árabes. Tales serán esas diferencias que su novia mantendrá el vínculo oculto. Parece que el único suspiro que obtendrá el joven será producto de la amistad con Yonatan (Michael Moshonov) y su madre, los únicos israelíes que le hacen sentir parte de la familia. La imposibilidad de integrarse para Eyad hará que se resquebraje su identidad para sobrevivir, matando a una parte de sí mismo. Con un final conmovedor, Mis Hijos es un film que sin dudas nos dejará con el cuerpo inmóvil y perplejo pero con la mente meditando.
Crecer y madurar en el conflicto Orgullo de su familia y favorito de su abuela, el niño Eyad es intelectualmente brillante y veloz, ocurrente, voluntarioso. Ya de joven es admitido en la mejor escuela de Israel. Y allí es el único palestino, el árabe que debe aprender a convivir en un medio al principio extraño y también parcialmente hostil. Mediante un formato que mezcla géneros y subgéneros (comedia, drama histórico-político, comedia costumbrista, drama familiar, coming of age, etcétera) asistimos a su aprendizaje o, mejor dicho, a sus aprendizajes, a su relación con una encantadora chica judía, a su amistad con su compañero de cuarto... Y siempre, a la determinación y entereza de Eyad. La conflictiva historia de la región, las guerras, los controles militares y también los cambios en la televisión se cuelan intermitentemente en este relato muy abarcativo y muy ambicioso de Eran Riklis (La novia siria, El árbol de lima, Una misión en la vida). Guiada por esa ambición de trabajar muchos temas y conflictos, la película encuentra la manera de apostar a la velocidad y fluidez narrativas, que en ocasiones se llevan puestas la sutileza actoral y la credibilidad del paso del tiempo en algunos actores y actrices. La falta de profundización y la acumulación temática se resuelven mejor con las miradas entre los jóvenes y cuando la película se desata y acepta las formas del melodrama que la historia reclama (como en la interpretación literaria polémica en clase, o en la relación con la madre del amigo), más que en diálogos más informativos o demasiado conscientes de la trama histórica o del equilibrio del mensaje. En la adscripción intermitente al melodrama estaba probablemente la clave de la grandeza emocional que la película logra sólo por momentos, tal vez maniatada por su prolijidad, por cierto aire de asepsia de cine global, que le resta identidad a la vez que la hace inmediatamente atractiva y fácilmente consumible, pero limita su perdurabilidad y hace menos complejo su regusto.
Una muy interesante mirada la que propone el guionista y novelista Sayed Kashua sobre la identidad cultural en Israel donde los palestinos siguen siendo ciudadanos de segunda.Entre amores mal vistos, el pasado político de su padre, un joven de Tira sufre en carne propia la discriminación, hasta que encuentra una solución que impresiona
Busco mi destino Una correcta (y algo didáctica) mirada al difícil camino de integración e independencia de un joven palestino en Israel. Los primeros minutos de Mis hijos, confuso título de estreno local del más reciente film de Eran Riklis, hacen suponer lo peor: una película maniquea y políticamente correcta sobre los abusos, el racismo y la segregación que sufre la población árabe en Israel narrada desde el punto de vista de un niño tímido, marginado e hijo de un activista (Ali Suliman) en el pueblo de Tira. Sin dejar nunca de lado cierta veta didáctica y culpógena hay que decir que tras ese prólogo la película mejora bastante. Ya ambientada a mediados de los años ’70 y principios de los ’80, se concentra en las desventuras de Eyad (Tawfeek Barhom), convertido en un pintón y brillante joven que estudia con una beca en una de las escuelas más prestigiosas de Jerusalén. Pero, cuando todo parece encaminado para un futuro sin complicaciones, se enamora de una compañera judía Naomi (Danielle Kitzis), con quien intentará sostener una relación secreta y prohibida. Eyad se ocupa también de su amigo Yonatan (Michael Moshonov), que sufre de una progresiva distrofia muscular, y allí aparece la zona más perturbadora del film, con una usurpación de identidad que es mejor no adelantar. Basada en la novela autobiográfica de Sayed Kashua (también autor del guión), la película tiene algunas valiosas y provocativas observaciones sobre las miserias de la sociedad israelí y sobre las diferencias generacionales entre padres árabes marcados por el odio y el resentimiento y sus hijos que intentan independizarse e integrarse como pueden, aceptando incluso discriminaciones (las penurias laborales de Eyad en un restaurante son prueba de ello). En definitiva, un film correcto, valioso y bienintencionado, aunque con la sensación de que con un poco más de desparpajo y riesgo podría haber sido bastante mejor.
Palestinos e israelíes con mirada inteligente Al comienzo de esta tocante obra se lee una reflexión del poeta palestino Mahmoud Darwish, que la historia ilustra de modo concreto: "La identidad es nuestro legado, no nuestra herencia. Nuestra invención y no nuestra memoria". Luego, una cifra estadística reveladora: "El 20% de los ciudadanos israelíes son árabes". Uno de cada cinco. ¿Pero son árabes residentes en Israel, o israelíes de origen árabe, miembros de una primera minoría tratados como personas de segunda clase? En otros tiempos EE.UU. tenía negros norteamericanos. Ahora tiene norteamericanos negros. Lo de esta gente es más complejo. Eran Riklis, realizador de "La novia siria", "Los limoneros" y "Una misión en la vida (el viaje del director de Recursos Humanos)", y Sayed Kashua, escritor árabe-israelí, cuentan acá la historia de un niño palestino tan brillante que un día recibió una beca para estudiar en un prestigioso instituto judío. Alentado por su padre (¿quién no quiere un futuro mejor para su hijo?), el pibe aprovechó la oportunidad, pero el asunto tenía sus bemoles. Centrada entre 1982 y 1992 (ecos de la guerra del Líbano y la invasión del Golfo), la historia señala problemas de asimilación, convivencia, cambios de mirada, distancias nuevas con lo que antes se creía, límites de diversa clase, y hasta el sacrificio del pasado, todo de forma entretenida, alternando el drama latente, el buen humor, que abunda, y las amarguras. Kashua escribió el guión reelaborando dos novelas suyas: la primera parte de "Árabes danzantes" (no porque bailen sino porque "están en el baile") y ciertas páginas de "Segunda persona en singular" (las referidas a Yonatan y Amir, que en el film pasa a llamarse Eyad). Son estas páginas, acongojantes, las que justifican el título "Mis hijos", y permiten además la participación de una señora actriz de esas que lo dicen todo con la mirada, Yaël Abecassis. También dignos de aprecio, el joven Tawfeek Barhom y el niño Razi Gabareen, protagonistas.
La identidad como invención y legado La de Riklis es una de las muchas películas recientes que intentan abordar los conflictos de Medio Oriente a partir de historias personales, con un enfoque eminentemente humanista y un mensaje que hace foco en la posibilidad de la convivencia. Conocida en el mundo con diferentes títulos, tanto oficiales como impuestos por las distribuidoras locales, la película del experimentado realizador israelí Eran Riklis (su primer largometraje tiene más de treinta años) es presentado en nuestro país con el genérico y poco adecuado Mis hijos. O quizás no tanto, teniendo en cuenta que A Borrowed Identity –uno de los alias del film– gira en parte, como su nombre lo indica, alrededor de una identidad falsa, tomada en préstamo. “La identidad es nuestro legado y no nuestra herencia; nuestra invención y no nuestra memoria”, reza una placa, cortesía del poeta Mahmoud Darwish, antes de presentar a su protagonista, Eyad, un niño palestino de unos 11 o 12 años extremadamente inteligente y sensible. El año es 1982 y el trasfondo, la cercana Guerra del Líbano. Basada en la novela Dancing Arabs, de Sayed Kashua, quien ofició además de guionista, el film propone como tema central el de la identidad palestina. Y el de un pueblo sin Estado, compuesto por una clase de ciudadano israelí de una categoría completamente diferente a la de su coterráneo de origen judío. Ese primer y breve capítulo tiene como misión presentar al chico y a su entorno, un barrio árabe a unos 50 kilómetros de Jerusalén. La pintura costumbrista le sirve al realizador para describir el conflicto árabe-israelí bajo un filtro amable y, por momentos, humorístico.Corte y elipsis. Finales de los años 80: Eyad acaba de ser aceptado en una prestigiosa universidad de la capital, convirtiéndose de golpe y porrazo en el epicentro de una versión local de “m’hijo el dotor”. En particular para su padre, un recolector de frutas que vio abortada una carrera universitaria, décadas atrás, como consecuencia de sus actividades políticas. La interacción del protagonista con sus pares en ese nuevo hábito no será sencilla, como es de suponer, al menos hasta que Eyad conoce a Naomi, una estudiante judía con la cual iniciará una secreta relación sentimental, y un muchacho con distrofia muscular que irá transformándose con el paso del tiempo en su mejor amigo. Coproducción entre Israel, Alemania y Francia, Mis hijos es una de las varias películas recientes que intentan abordar la problemática de esa región a partir de historias personales, con un enfoque eminentemente humanista y un mensaje que hace foco en la posibilidad (harto difícil) de la convivencia. Riklis y Kashua echan mano a toda clase de recursos para que la historia de Eyad funcione como metáfora de esa utopía, expresión de deseos que termina desembocando en un recorrido simplista, incluso algo almibarado.Las idas y vueltas de Jerusalén a Tira y las complicaciones de la vida en general (el joven es detenido por la policía por el simple hecho de hablar en árabe) y, en particular, las de su relación con Naomi, que ocupan una parte considerable del relato, son las que empujan a Eyad a tomar un par de decisiones importantes que tuercen el rumbo de su vida futura. En su carrera por resultar agradable, de llevar al espectador de la mano sin soltársela en ningún momento, Mis hijos termina convirtiéndose en una suerte de oxímoron, un crowdpleaser político diseñado para poner en discusión cuestiones muy peliagudas en un paquete hecho con copos de algodón. Precisamente por ello, y más allá de la corrección y profesionalismo general y del aporte de un casting que cumple y dignifica en todo momento, la impresión final es la de un objeto narrativamente liviano e ideológicamente ambiguo. Un retrato con tantas buenas intenciones que termina siendo, esencialmente, voluntarista.
Por lo general el cine israelí nos viene entregando buenas propuestas. Nos introducimos en los problemas sociales y culturales, sin golpes bajos transitando por distintas etapas y acá se encuentra una vez más el conflicto en el amor en este caso de dos adolescentes. Interesantes algunas actuaciones, otras no tanto, se van incorporando buenos climas, una solida banda sonora y algunas dosis de humor. Recuerdo una de las tantas historias similares, joyita de origen francés "El otro hijo" sobre un cambio de bebés, uno judío, el otro palestino.
Dancing Arabs is a heartfelt coming of age tale of a young Arab man in Jerusalem POINTS 8 “Living in the Middle East is a question of identity. All of us who live here have a long history on our backs, struggles for land, spiritual and religious boundaries, fears, terror, moments of grace, hope and hatred that have divided people and nations,” says Israeli director Eran Riklis (Lemon Tree, The Syrian Bride, Zaytoun) about the timely queries posed in his new film Dancing Arabs (also known as A Borrowed Identity), based on Sayed Kashua’s novel. More to the point, Riklis adds: “It doesn’t matter whether you live in Tel Aviv, Damascus, Jerusalem, Cairo, or Tira — the city where our protagonist is born — you still have to face who you are, what you believe in and where you want to be in the future. These are hard-to-answer questions and it’s even harder to live with them.” Those words perfectly describe the many dilemmas a bright, young Palestinian-Israeli man named Eyad (Tawfeek Barhom) has to face when he’s sent by his father, Salah (Ali Suliman) to a prominent boarding school in Jerusalem, where a new world with both joy and adversity awaits him. As a young man, Salah himself attended university in Jerusalem, but his political activism for the Arab cause triggered his imprisonment. Now, many years later, Salah is yet another Arab fruit-picker in Tira. So it makes sense he wants his son to have a better future that will allow him to live with dignity and also broaden his horizons. Being an Arab in Israel is certainly no easy task. In fact, upon arrival to his new school, Eyad is confronted with cultural and social issues that trouble his everyday existence. He’s also bullied and feels insulted by the anti-Arab ideology in the curriculum. Kashua has said many times that his novel is largely autobiographical — he’s an Arab accepted by the Israeli Jewish society even though he still acknowledges he’s part of the Arab community, which is mostly anti-Israel — here in the movie, the Arabs happily dance on their rooftops when the scud missiles hit Israel. Though much of the hatred Arabs feel for Jews is clearly depicted, so is the hostility and prejudice of Jews towards Arabs. On the plus side, he meets Jonathan (Michael Moshonov), a young man with multiple sclerosis whom he soon befriends. And there’s also an Israeli girl, Naomi (Danielle Kitsis), who has no prejudices and doesn’t feel an inch of hate toward him. On the contrary: she is smart, loving, and soon falls for Eyad. As he does for her. The thing is whether their love can blossom considering the unwelcoming environment filled with so many conflicts and differences. Dancing Arabs exposes the colours and nuances of the scenario, aims for subtlety and sometimes achieves it, depicts the characters as real human beings, and doesn’t fall into commonplace or agitprop. In general, the performances are more than decent, all the more so that of Barhom. For the most part, it’s well directed, it keeps an engaging pace and it delivers what you’d expect from it. But not entirely: the supporting characters could have used more personal traits, more flesh and bone. As is, even when they fulfil their purpose according to the script, they still come across as half-empty acting figures. However, the biggest problem Dancing Arabs has is that it doesn’t convey the tumultuous everyday life, the harsh realism the theme calls for, the disturbingly opposite views about the same matter. Even the love story between Eyad and Naomi is somewhat sugar-coated. In real life, things are far more problematic and unsettling. What you have in Dancing Arabs is more of a didactic and illustrative take on individual facets that speak of a larger picture that’s not always addressed with the gritty realism it calls for. In formal terms, there are some moments with an accomplished emotional atmosphere — such as when Eyad is in his car after being dumped by Naomi — some verbal exchanges are smart enough to maintain your interest, and the smooth editing does much to keep the story moving forward effortlessly. Plus an unexpected surprise towards the ending makes an important difference in the story. Production notes Dancing Arabs (Israel, Germany, France, 2014) Directed by Eran Riklis. Screenplay by Saved Kashua, based on his own novel. With: Tawfeek Barhom, Razi Gabareen, Ali Suliman, Danielle Kitsis, Yaël Abecassis. Cinematography: Michael Wiesweg. Editing: Richard Marizy. Running time: 104 minutes. @pablsuarez
Tres títulos posibles para tres películas diferentes. Cuando el filme de Eran Riklis se estrenó, se titulaba DANCING ARABS (Arabes danzantes). Luego prefirieron cambiarlo por A BORROWED IDENTITY (Una identidad prestada). Y acá eligieron llamarla MIS HIJOS, título similar al que se estrenó en Francia. De algún modo esos títulos reflejan que, más que una película, aquí hay tres películas luchando por ser una sola. El primer título mucho no se entiende (es el título de la novela autobiográfica en las que se basa la película y que debe incluir alguna referencia a la danza que se perdió en la traducción). El segundo es más claro y casi spoileador: se refiere específicamente a la última parte de la trama. Y el título local es igualmente confuso: ¿Mis hijos? ¿Hijos de quién? El protagonista no tiene hijos. De hecho, la historia que cuenta la película cuenta su vida entre la infancia y la adolescencia, en la década del ’80, claramente separadas en tres períodos distintos. Eyad es un chico árabe-israelí cuya familia está bastante en contra del Estado de Israel y que, en la época de la primera Guerra del Golfo, rezan para que los misiles destruyan ciudades. Pero Eyad no entiende demasiado qué es lo que sucede alrededor suyo y cree que decir en voz alta “mi papá es un terrorista” es algo simpático y gracioso. dancing-arabsTras esa primera parte, en tono de comedia, Eyad entra a una prestigiosa universidad en Jerusalem ya que es sumamente inteligente y su padre quiere que reciba una buena educación. Y allí, ya fuera de su elemento (la comunidad) debe enfrentar las verdaderas complicaciones de ser un árabe en medio de Israel: sus compañeros lo marginan, se burlan de su acento, lo detiene la policía y así. Sólo una chica, Naomi, le presta atención y empieza una relación con él aún cuando su familia le dice que preferirían que tenga cancer a un novio árabe. Y Eyad también ayuda en sus tareas y en su vida cotidiana a Yonatan, un adolescente israelí que sufre distrofia muscular. Y la más feliz con el nuevo amigo de Yonatan es su madre, Edna, a quien uno imagina que el título local hace referencia. La película parece que irá a centrarse en las complicaciones románticas de la vida de Eyad en medio de ese clima hostil en el que lo paran siempre por la calle para pedirle documentos, pero luego girará y pondrá su peso en la relación con Yonatan, que enferma cada vez más, y con su madre, que casi lo adopta como un nuevo hijo. Su propia familia, central en la primera parte, prácticamente desaparece del relato, ya que para sobrevivir Eyad oculta lo más posible su condición y se desconecta bastante de los suyos. Esa necesidad de ser aceptado –más por conveniencia e instinto de supervivencia que por deseo real– es la que le da su centro al episódico relato. a-borrowed-identitySi bien la película plantea preguntas incómodas acerca de la relación entre estas dos partes del Estado de Israel (en esa época, según el filme, 80% judío y 20% árabe), su estilo un tanto convencional y sus diálogos excesivamente “guionados” atentan contra esa misma incomodidad, volviendo a la película, que tiene todo para ser perturbadora, en un relato formalmente bastante tradicional. Acaso sea una decisión de Riklis para poder volver accesibles esos temas a un espectador de cine más “comercial”, pero lo cierto es que termina conspirando contra esas zonas ambiguas que el filme deja entrever. Especialmente intrigante en el filme es mostrar las constantes tensiones, miedos y sospechas que existen entre las dos comunidades desde el punto de vista árabe, incluyendo los obligados trucos y hasta trampas que tienen que hacer para sobrevivir. Despareja pero valiosa, con un tono que no está a la altura de los temas que trata (como el caso de la reciente MUSTANG), MIS HIJOS es una película más interesante para discutir y debatir por los complejos asuntos que pone sobre la mesa que en lo estrictamente cinematográfico.
Hay un grave problema a la hora de analizar éste filme, tal dificultad se debe más que nada al titulo impuesto en estas latitudes. La traducción real, tal y como la nombro su director, es “Danzarin árabe”, respetado en su estreno en los países de habla inglesa, sin embargo aquí, como en otros lugares de habla hispana, es “Mis hijos”, algo que podría ser inocuo termina siendo “per se” la dirección a la que, de manera intencional, deben apuntar en su lectura del texto fílmico los espectadores. La original da cuenta de un personaje, Eyad, un joven brillante palestino-israelí, realmente el principal de nuestra historia, quien ingresa a la Universidad de Jerusalem, en la facultad de Ciencias y Artes, algo sumamente difícil en el sistema educativo israelí. El titulo vernáculo hace foco sobre uno de los personajes principales, Edna, una mujer israelí, viuda, madre de Yonatan, un joven que padece una enfermedad degenerativa muscular progresiva. Nunca se dice cual. Y será ella el personaje sobre el que se produce el giro más inesperado e inverosímil de la historia. Más allá de lo probo que quiera establecerse en su discurso el director, abre en tono de comedia costumbrista, en el año 1982, en una ciudad Palestina dentro de los territorios ocupados o del mismo israelí, lo cual plantea una dialéctica entre el interior de la familia y el exterior en el que viven. Esto mismo termina por instituirse como una triple circulación de la realidad, interior-exterior: la casa familiar y el entorno donde se encuentra. Palestinos-Israelíes, la eterna, aquí mostrada como falaz, inentendible, eterna, fractura entre ambos pueblos. Y desde la construcción del relato, comedia-drama, pues no es una comedia dramática, sino una comedia que en desarrollo del tema que expone se transforma en tragedia inexplicable. Ya al comenzar a recorrer su vida en los claustros se enfrenta al análisis del texto del Génesis, entre las vidas de Ishmael Hijo Abraham y su sierva Hagar, quien será el origen del pueblo árabe, y por otro lado Itzjak, hijo de Abraham y Sara, quien será el heredero y la continuación del pueblo hebreo. Ambos circuncidados por su padre. No es el único punto de coincidencia que marca el realizador, también el la narración cierra con esa mirada puesta en juego sólo para demostrar la estupidez de una guerra sin sentido. Sin embargo, el punto más álgido lo encontramos en las disquisiciones del comentario de un texto, realizado en clase por Eyad. En el mismo discute la representación del palestino en innegables, a la vista de los modelos arbitrarios de alguna literatura israelí. Los cuales se plante como persistente el tópico de sujetos masculinos de ese origen, el árabe, incapaces de oficiar una relación con el sexo opuesto sin apelar a la violencia o a la impugnación punible más débil y lo más cercano a lo shakespireano de “Romeo y Julieta”. Luego de esa secuencia, y con la necesidad de sostener el discurso, la realización entra en arbitrariedades injustificadas que termina por destruir el verosímil instalado hasta ese momento. Personajes límites, su protagonista, Eyad, encontrará rechazo por parte de los suyos por decisiones que toma de manera individual, de los otros, los “enemigos”, pertenecientes a la misma cultura de su novia judía. La novia Naomi, es quien intentará romper con todos los mandatos familiares. Yonatan, quien conoce su destino por la misma historia de su padre y intentará vivir su vida dentro de los parámetros de sus deseos lo más “normal” posible, luchando un pelea que está perdida desde el diagnostico. Por ultimo, Edna, ¿la madre de esos hijos?, quien en soledad sufre, pero nunca deja de mostrar su entereza. La película, tanto desde su estructura como desde el relato, se pondera de manera visual clásica, congruentemente sobria, sosteniendo las excelsas ansíes narrativas, concluye mutando, eclipsándose gradualmente por la imposibilidad de sostener una nueva idea dentro del mismo argumento. La de la identidad, tema caro a los sentimientos humanos, atravesando todas las fronteras culturales. Ya sea por impericia o por esa dificultad, esto acaba por perjudicar al producto en su conjunto. En este orden hubo un filme de origen francés, dirigido por el rumano de origen judío Radu Mihaleinu, cuya historia transcurre casi enteramente en Israel, en el que un niño etiope suplanta a un niño fallecido y es educado como judío. “Ve, vive y vuelve” en su traducción original, se conoció como “Ser digno de ser” (2005). Allí claramente se instalaba la lectura de lo particular a lo general, en tanto y en cuanto se pone en juego la identidad de las personas, es en esta variable donde la obra de Eran Riklis falla.
Eran Riklis, realizador de la conmovedora "Lemon Tree", retoma su óptica sobre las vivencias entre vecinos que prácticamente no se pueden ver. Allí, no hay grietas sino muros, físicos, psíquicos y espirituales. En este caso, los protagonistas serán los encargados de tender puentes y llamar a la fraternidad donde esa palabra es casi un imposible. "Mis Hijos" o "Dancing Arabs" como se conoció internacionalmente (es una peli de 2014!!), es la historia de un joven árabe, que crece en Palestina y que es enviado por su padre, en la adolescencia, a estudiar a un prestigioso instituto en Jerusalén. El hecho es que este papá, al que Eyad, el joven en cuestión en su niñez mencionaba como un terrorista fundamentalista en el colegio hecho por el que era castigado por su maestro, quiere que su hijo venza al enemigo desde su corazón, demostrando que los árabes pueden ser más que lavacopas, camareros o fruteros. Eyad es un genio pero le cuesta relacionarse en territorio hostil hasta que conoce a Yonnatan, y a Nahomí. Uno será su hermano, a pesar de haber nacido a un lado y al otro del muro; la otra, será su primer amor, una relación difícil en todo sentido pero fundamental para tender lazos. Yonnatan está enfermo de la misma enfermedad que su padre, que ya murió y que a él día a día va disminuyendo y eso significa una maldición en tierra judía. Por eso también surge el unirse a Eyad. Ambos, como decía anteriormente están ligados por un lazo mayor a la amistad, es genético, son tan parecidos que verdaderamente podrían ser hermanos. La madre de Yonnatan es la que justifica el título, ya que estos seres, empiezan a mimetizarse y mientras Eyad vive cada día más como Yonnatan, Yonnatan, va muriendo como Eyad. Es la esencia de la película, es una raíz histórica. Incluso podría decirse, que hay también una escena que marca un punto entre las tres religiones mayoritarias a nivel mundial: cristianismo, musulmanes y judíos. No es una película de religión, ni de política, ni de filosofía pero tiene un poco de cada uno de estos ingredientes. El director y el guionista, Sayed Kashua, se las ingenian para crear una historia de juventud, de amistad y al mismo tiempo, abrirnos la ventana a ese universo tan complejo que es Oriente Medio, todos sus conflictos, los incluidos, los desamparados, los que no tienen tierra (a pesar de que tienen una bandera, un territorio y sobre todo una población que lo reclama). Me pareció bastante atrevido el lenguaje de una canción sobre los hombres y mujeres árabes que buscan la liberación a través del sexo, no por mojigatería sino porque no lo había visto en filmes de estas culturas. También me llamó la atención un semidesnudo femenino, cosa que tampoco es habitual. Causa impresión ver imágenes de Saddam Hussein en su apogeo y recordar la época de la Guerra del Golfo, lapso en el que transcurre la mayor parte de la película. Una opción muy interesante, en cuanto a lo cultural y muy digno trabajo de este director, que pinta muy bien los paisajes de la Franja de Gaza, Palestina, Israel, Irán e Irak, siempre en boca del mundo buscando la paz.
El conflicto palestino/israelí ha sido una eterna fuente de inspiración para el realizador Eran Riklis, quien en sus películas anteriores, pudo reflejar la problemática apoyándose en imágenes potentes, tan fuertes que los diálogos se dejaban en un segundo plano. Para esta oportunidad en "Mis Hijos" (Israel, 2014), título local de "Dancing Arabs", el realizador toca el tema desde la particular relación de dos amigos enfrentados, sólo en apariencia, por sus orígenes, y la lucha denodada de uno de ellos por superar la estigmatización y la discriminación que a diario sufre. Basada en la biografía del protagonista Sayed Kashua (Tawfeek Barhom), un joven palestino, o mejor dicho "árabe israelí", y su relación con Yonatan (Michael Moshonov), un joven israelí con una enfermedad que avanza rápidamente, y que exigirá por parte de Sayed una atención especial a pedido de su madre, "Mis Hijos" busca concientizar sobre la problemática de la identidad a pesar de los desafíos coyunturales del lugar en que ambos han nacido. Así, siguiendo el mandato familiar de ir a estudiar a Israel para poder así cumplir con una formación universitaria de prestigio, la película va narrando de manera acertada los cambios que Sayed comienza a atravesar desde el primer momento que pisa el campus de estudio. En el lugar, además de relacionarse con Yonatan, siendo una especie de "tutor" o de "apoyo" en los momentos más duros del proceso, conocerá a una joven israelí con la que comenzará una relación clandestina para evitar ser condenados por la pasión que los une, ya que además es hija de un militar extremo. Sayed deberá debatirse entre el deber ser y el continuo acecho de los controles, quienes en ningún momento lo dejan ser él realmente para así poder complementar su identificación y, de alguna manera, poder superar las diferencias que tanto le apuntan. De hecho, el joven comenzará a mutarse en uno más de ellos, a vestirse como ellos, a consumir sus productos, su música, olvidando, en el fondo, todos los preceptos que su padre y madre, y, principalmente, su abuela, le han infundido sobre sus orígenes. Pero esto hasta cierto punto, la clave del filme para avanzar narrativamente. El hábil guión de "Mis hijos" va dejando lugar al conflicto primigenio para profundizar en la psicología de Sayed y Yonatan, y como entre ambos se ayudarán a cada uno cumplir sus objetivos, siendo el cambio de identidad entre ambos la salida para que Sayed pueda terminar sus estudios, pero también para que Yonatan, ya postrado, pueda seguir adelante en la carrera universitaria, logrando su tan ansiado título. La división del lugar, y el contraste entre ambos, requiere de un análisis aparte, como así también la utilización del archivo, principalmente para la etapa que narra la vida de Sayed junto a sus padres y hermanos de niño, que refuerzan algunas ideas políticas. Allí se potencia la idea de la TV como nexo con el mundo, y también como fuente de información para luego comprender la discriminación que sufrirá Sayed en Israel. Hay vacíos y lagunas que Riklis supera con habilidad a partir de la incorporación de la historia de amor de Sayed y la joven israelí, un incipiente amor que nace casi tímidamente, pero que con el correr de los días comenzará a pesar en las decisiones de ambos terminando de consolidar este sincero relato de defensa de preceptos y respeto por la diversidad.
En busca de una identidad El israelí Eran Riklis viene retratando el conflicto entre Palestina e Israel desde todos los ángulos posibles, sumando todo tipo de tono y sin dejar pasar la oportunidad de cualquier tipo de metáfora: en El árbol de lima, un limonero servía para resaltar esas diferencias. En Mis hijos, se vale de la comedia costumbrista, del drama romántico, del film sobre el ámbito estudiantil y hasta del coming of age para contar la historia de un joven palestino que estudia en una prestigiosa institución judía, donde tienen que enfrentarse al desprecio de ser el “diferente”. Hay que reconocer en Riklis su ambición por contar una historia un poco más grande que la vida, pero siempre evidenciando las limitaciones para ser tan abarcativo y definitivamente aligerando determinadas situaciones para evitar car en un drama solemne. Sin ser una maravilla, Mis hijos es otra de sus películas calculadas, pero amables en su búsqueda de un balance entre la mirada israelí y la palestina: estamos ante una película sobre la identidad, que busca la suya propia a cada segundo. Mis hijos arranca como una comedia costumbrista, incluso con un humor algo incómodo al abordar el conflicto palestino-israelí desde la mirada de los chicos. “Mi padre es un terrorista”, dice el pequeño Eyad y el docente, muy amable, le azota las manos con una regla de madera. Esos primeros minutos resultan los más interesantes, porque plantea su tema de manera lúdica, mirando el entramado familiar de Eyad con cierta ligereza y donde el trazo grueso que representan el padre y la madre resultan acordes con el tono de la película. Pero Eyad crece, su cuerpo se convierte en un símbolo para la propia película, y el derrotero del joven por los claustros educativos de esa institución judía sucumbe ante algunos resortes dramáticos un poco trillados para el nivel de ambición del film: el amor con una chica judía, el desprecio de sus familias ante el cruce con el “enemigo”, la relación con un compañero que sufre distrofia muscular. En ese marco, mucho más serio y contenido narrativamente, la presencia de personajes estereotipados luce equívoca. Ese viaje por diversos tonos y registros que propone Riklis -decíamos- parece un juego autoconsciente de la película con la propia experiencia del protagonista: el tema de la identidad, qué somos nosotros y qué representa el otro, parece ser aquello que obsesiona al director. Las distancias entre comunidades y las posibilidades de acuerdo, son lo que lo lanzan a narrar. Riklis lo hace de manera prolija, tal vez demasiado, y Mis hijos se vuelve como muy administrativa al fragmentarse como por estadios emocionales: del costumbrismo al film de estudiantes, luego al romance. Y así. Recién sobre el final, la película encuentra no sólo cierta solidez expositiva, sino también una mayor complejidad en el tratamiento de sus temas. Eyad debe tomar una decisión, y eso impacta definitivamente en su propia identidad. Que lo que ocurre sea una mostración y no una exaltación argumentada, es uno de los aciertos de este film. Para los temas que aborda, Riklis es un director para nada radicalizado, cuyo trabajo formal carece de vuelo cinematográfico. Digamos, un reproductor de imágenes más o menos inofensivas para un público que mira estos asuntos desde afuera y se horroriza un poco. No está mal, pero luce poco jugado.
Aprendizaje en medio del horror Entre los estrenos del jueves aparece el nuevo film del director israelí Eran Riklis, donde un niño palestino-israelí tiene la oportunidad de asistir a un prestigioso colegio pupilo en Jerusalén, donde sehace de un amigo nuevo y se pone de novio con una chica judía. Una película más sobre el conflicto arábe-israelí, pero en este caso no narrado desde el horror bélico sino a partir del crecimiento interior de un personaje. Es el caso de Eyad en Mis hijos, con un adolescente de 16 años, su relación con los padres, su rol de alumno ejemplar y la posibilidad de estudiar en un instituto en Jerusalén, ya de por sí, como único representante de la comunidad árabe. Allí, la historia propone su hipótesis (política) y su formulación ideológica/familiar, donde el personaje central deberá decidir si sigue aferrándose a los conceptos de origen o comienza a observar al mundo desde otro lugar, adaptándose a aquello que le asigna la nueva región ajena a él. Una historia de aprendizaje y crecimiento con un contexto de riesgo (político, social, económico) no resulta ser un tema original para el cine de estos días. Más aun si la odisea de Eyad está conformada por los clichés comunes en esta clase de historias (padres de ideas rígidas, una novia judía, un amigo discapacitado, una abuela protectora, el contexto que sospecha del personaje central). El director Eran Riklis, de larga trayectoria en el marco de un cine israelí exportable (Mis hijos es una coproducción con Francia y Alemania), resulta ser un experto en fusionar lo público y lo privado, aunando un paisaje a punto de explotar con una historia personal relacionada a los afectos y orígenes de los personajes. Mis hijos, por lo tanto, trabaja esa tendencia temática y formal. Corrección política que no se compromete a responsabilizar inocentes o culpables más un relato de iniciación con un personaje que vive el pasaje de la adolescencia a la adultez planteándose si le da la espalda a los orígenes o decide exponer su ideología en el lugar que le toca sobrevivir. En ese trance ideológico y afectivo, Mis hijos hace eco en un montón de películas bien narradas donde el tema político actúa como mero acompañante de una historia de vida que presenta momentos tristes, alegres, fúnebres y divertidos. La clásica simulación de un ejemplo for export destinado a vender con sus decisiones (in)discutibles un producto determinado para el mercado global del cine.
Un árabe en el mundo judío Una historia de hondo dramatismo y trasfondo político contada con levedad y sin maniqueísmo. Buena parte del cine de Oriente Medio que llega a las salas argentinas suele plantear incómodos dilemas morales. El israelí Eran Riklis (El árbol de lima, La novia siria) sigue esta línea y la lleva a su propio territorio: la convivencia entre musulmanes y judíos, entre árabes e israelíes. Y lo hace, según admitió en algunas entrevistas, tomando de la tradición cinematográfica europea el interés por asuntos políticos y, del cine estadounidense, ciertos recursos narrativos. Sintetiza ambas vertientes al servicio de historias como la de Mis hijos (curiosa traducción del original Dancing Arabs, árabes danzantes). Basada en dos novelas autobiográficas del guionista Sayed Kashua, cuenta la inserción de un joven árabe-israelí en un colegio secundario de elite en la Jerusalem de fines de los ’80 y principios de los ’90. Opacado por la conflictiva situación de los palestinos en la Franja de Gaza y Cisjordania, a menudo se olvida un dato que la película nos recuerda al comienzo: un 20% de la población de Israel está constituida por árabes, que en su mayoría son ciudadanos israelíes. Dentro de este grupo está Eyad, un adolescente brillante que consigue entrar en uno de los mejores colegios del país. Una vez ahí, tendrá que adaptarse y convivir con el hecho de ser el diferente, con la particularidad de que, en una región que respira belicosidad, él siempre busca salidas pacíficas a los conflictos. Al adoptar el punto de vista de un niño, primero, y de un adolescente después, Riklis consigue dotar de levedad a una historia con un trasfondo trágico. Una vez más, ubica a un personaje inocente como víctima de las circunstancias, pero en este caso logra plantear asuntos políticos tan espinosos como los que sacuden a la región sin caer en una tosca bajada de línea. Lo que parece una leve estudiantina, con situaciones clásicas del género -el primer amor, situaciones en clase, el descubrimiento del mundo- esconde un drama con interrogantes sobre la identidad y la convivencia cultural que probablemente no tengan una sola respuesta.
SIN IDENTIDAD A las carteleras porteñas llegó con el título Mis hijos y a las de la parte anglosajona del mundo como A borrowed identity, mientras que el nombre original de este filme es Dancing arabs. Otra vez el “problema” de la nomenclatura trae consigo una doble intención que, por un lado pretende facilitar la compresión de la obra por parte de los espectadores, pero que por otro limita y condiciona a estos mismos en el intento de buscar la relación entre el nombre y el contenido. Situación compleja que despierta al menos un par de interrogantes como por ejemplo ¿por qué facilitar el proceso de comprensión?, a caso ¿se subestima a la audiencia o es mera manipulación? Lo cierto es que su director, Eran Riklis, bautizó su obra como Dancing arabs y así la llamaré como gesto de respeto hacía la identidad de la obra, tema central del filme que me ocupa. Entonces hay dos puntos a desarrollar, en primera instancia desandar el camino que conduce a reflexionar sobre el nombre original de la película que en este caso reviste mayor importancia al tratarse de un filme que tematiza la identidad como eje central del drama. Porque no es lo mismo llamarse Mis hijos que llamarse Dancing arabs como no es lo mismo ser árabe o judío. Y en segunda instancia hacer especial hincapié en el valor esencial del concepto de nación, territorialidad y pertenencia. Porque en este filme el protagonista se ve fuertemente afectado por la secularización interna que sufre al enfrentarse a la vida en una zona geográfica donde reina el conflicto político y la intolerancia religiosa. Lo que Riklis pretendía comunicar con su película nadie lo sabe. Sin embargo lo que si se conoce es el filme como obra de arte que hace su vida de forma independiente a la de su creador. Así Dancing arabs viaja por el mundo atravesando fácilmente las fronteras que a sus propios personajes muchas veces les cuesta pasar teniendo en cuenta que viven en un Israel dividido entre judíos y musulmanes, unos ricos y otros sesgados y relegados a las periferias tan sólo por la carga social de su origen. Mientras tanto Bush bombardea Irak y los árabes bailan en la terraza festejando la caída precisa de un misil. ¿Acaso no es este un verdadero baile árabe? La Guerra del Golfo se inició y ellos festejan a Sadam Housein y su “madre de todas las batallas”. Más allá de todo este “juego” gramatical, el filme también presenta otro “baile árabe” cuando el joven Eyad (Tawfeek Barhom) es aceptado en la universidad más prestigiosa de Jerusalén y sus compañeros (incluyendo docentes y directivos) ejercen sobre él una intensa discriminación que no tiene otro fundamento más que la humillación por su forma de vestir, su acento y sus costumbres (no sabe como agarrar un par de cubiertos, la “p” suena a “b” y sus gustos musicales parecen provenir de otro planeta). Situación que desemboca en el fastidio en primer lugar, pero luego en una especie de adaptación forzada que termina por modificar su ideología hasta el punto de llegar a contradecir los principios de su propia familia. Es en este contexto que Dancing arabs representa la cruda situación que se vive en esta zona de eterno conflicto en la que ni el amor se puede desarrollar sin prejuicios. El pasaje de un lado al otro de la frontera militarizada no será fácil si no se cuenta con el objeto más preciado por este joven árabe: una identidad judía. La cual no sólo le servirá para conseguir un mejor trabajo sino también para dejar en el pasado todos aquellos acosos sociales que tuvo que soportar durante todo este tiempo. Y la excusa perfecta no tarda en llegar porque como resultado de una colaboración como voluntario en la Universidad conoce a Yonatan (Michael Moshonov) un chico judío con esclerosis múltiple que lo ayuda a conectarse con este nuevo mundo no árabe entramando entre ellos una férrea amistad que pronto deviene en gran ayuda a la hora de que Eyad tome la decisión de cambiar el rumbo de su vida. Porque al parecer todo lo que se necesita es simplemente erradicar el estigma de su pertenencia árabe. Por Paula Caffaro @paula_caffaro