Mirai: mi pequeña hermana

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La casa de los espíritus

El coming of age suele contar el drama que supone el tránsito hacia la adultez. Mirai pertenece a otro tipo de drama, que narra un proceso seguramente más terrible: aprender a ser niño. Los colores vivos y contrastados que colman la casa de los protagonistas no alcanzan a disimular las dificultades que minan la familia. La pareja acaba de tener a Mirai, su segunda hija. El cambio altera drásticamente la vida de todos: la madre tiene que volver al trabajo y dejar a la recién nacida; el padre hace malabares entre la crianza, las tareas del hogar y su trabajo de arquitecto freelance; Kun, de cuatro años, siente el abandono de los padres y se consume en celos y enojos. La situación, que debiera ser ocasión de paz y de felicidad, pone a prueba la resistencia de cada miembro de la familia: el dibujo es amable y el tono general ligero, pero el retrato del grupo está lejos de cualquier idealización. Hasta que el director recurre abiertamente a las posibilidades de la animación, y el cansancio y las frustraciones cotidianas son recubiertos con escenas fantásticas que brotan de la imaginación de Kun o de alguna magia no dicha.

El protagonista se mueve a través del tiempo y de los lugares y el viaje se transforma en una forma de sanación personal: Kun se encuentra con su mamá de chica y ella lo invita a jugar juntos; la madre, despreocupada y libre, todavía sin haber interiorizado los códigos del mundo adulto, no se parece en nada a la del presente. En otro de sus viajes, el protagonista aparece en el Japón de posguerra y conoce a su bisabuelo, que le enseña a andar a caballo y en moto; el momento desborda aventura y virilidad, todo lo que el padre de Kun, torpe, asustadizo, no puede ofrecerle al hijo. La película procede así, entonces: se desplaza a lo largo del tiempo y de la saga familiar para contar las pequeñas hazañas y miserias que modelaron el mundo que habita Kun.

La alternancia entre mundos (el presente y el fantástico) instala un desbalanceo: a veces el salto hacia lo imaginario resulta menos efectivo que el retrato cotidiano, tal vez porque Hosoda trata de imprimirle a lo primero una espectacularidad que desentona demasiado con la armonía y la discreción visual de la casa familiar. Se tiene la impresión de que la película dedica ingentes cantidades de ideas y técnicas animadas y que el éxito es desparejo: algunos momentos funcionan visiblemente mejor que otros; el exceso de formas no garantiza la eficacia narrativa. A su vez, Hosoda parece más decidido que otras veces a explotar la tristeza de la historia, y en muchos casos ese esfuerzo se nota demasiado, como si el director tratara de suplir con una emoción a veces fácil, automática, el interés que algunas escenas no llegan a generar por sus propios medios. A medida que avanza el relato, la película parece tomar carrera y el director se pone ambicioso: el último segmento imaginario exhibe un trabajo visual extraordinario que no tiene un correlato en la ingeniería del relato: la aventura final del protagonista se siente mecánica, como un paso narrativo obligado que el director ejecuta sin demasiada convicción.

De todas formas, el dispositivo de los viajes entre épocas provee a la película de una galería casi inagotable de estallidos narrativos: incluso en los momentos menos logrados, el recurso de mezclar los años y las generaciones logra hacer sentir la potencia del tiempo, de su paso y de su desarticulación, algo que pocos directores parecen haber conseguido, con excepción de otros animadores japoneses como Miyazaki y Satoshi Kon.