Matar a la bestia

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Llamado de la selva

El debut de la argentina Agustina San Martín emplaza la iniciación fantástica de una joven en la frontera misionera.

Múltiples lindes se entrelazan en el follaje preciosista de Matar a la bestia, debut de la directora porteña Agustina San Martín filmado en el triple borde misionero (la película es una coproducción entre Argentina, Chile y Brasil).

Emilia (Tamara Rocca) es una joven de Buenos Aires que viaja a la frontera selvática en busca de su hermano Mateo, y que al llegar se hospeda en la casa de su tía Inés (Ana Brun). Muebles viejos, objetos cubiertos en nailon y cartas sin abrir acusan el panorama de abandono que rodea a Emilia, con cuyo cuerpo tirado en la cama o de rondar semidesnudo la cámara entabla un contrapunto visual.

Ese erotismo físico y solitario es central en el filme, que despliega de forma paralela el merodeo por el monte de un animal con cuernos al que la población denomina “la bestia”.

San Martín ensaya así una transposición del despertar adolescente a un escenario de ambigua localización; la jungla en la que los celulares son reemplazados por teléfonos públicos hace de fábula desplazada y ambigua de la actualidad.

En los parajes rústicos y las cabañas de madera hay chicas y chicos que bailan y se besan a la vez que se superponen sonidos de pájaros con música tecno. Así también se cruzan dialectos, razas (en el lazo lésbico que Emilia inicia con la etérea Julieth), géneros narrativos (drama realista, gótico, cuento de hadas), luces y sombras.

Todo Matar a la bestia coquetea con ese límite entre inocencia y mixtura, presencia y ausencia (Mateo se resiste a aparecer), deseo y consumación en un devenir onírico, un trance interno, una iniciación femenina: “Voy por la carretera/ y no tengo prisa”, canta Emilia en un último gesto de infancia.

La sugerente fotografía de Constanza Sandoval es clave para instalar la poética de extrañamiento, ya sea en los desgastados interiores domésticos como en los exteriores de vegetación abundante y niebla espesa, casi irreal.

La eventual exhibición de la “bestia” en primer plano no arruina el misterio, sino que prueba que el monstruo interior de Emilia es sencillo y contundente, más pagano que infernal.

El único problema yace en ese esquematismo, en el confluir de capas en una resolución que alcanza demasiado rápido el final de carretera. La película se solaza en sus fronteras al hacer que Emilia resuelva su llamado en un relato acotado, cuando su bestia podría haberse paseado un poco más por el bosque.