Maligno

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Se suele llamar películas honestas a aquellas que no manipulan al público y que respetan las reglas de juego con las cartas sobre la mesa. En ese sentido, Maligno es una película honesta, tal vez demasiado honesta. ¿Por qué demasiado? Porque malentiende el principio de que el espectador siempre debe saber más que los personajes, la ley básica del suspenso, según Alfred Hitchcock.

Desde las primeras escenas, Maligno expone lo que en otros productos de terror sería el misterio fundamental, pero se excede en los subrayados gruesos, como si desconfiara del poder de la narración y eligiera razonar en vez de contar. Además, en vez de las dos vueltas de tuerca tradicionales, sólo ofrece una, cerca del final, por lo que la trama resulta lineal y previsible.

En la misma noche en que un asesino serial que les corta las manos a las mujeres es acribillado por la policía, nace el bebé que Sarah y John Blume han esperado por tanto tiempo. El montaje es tremendamente explícto respecto a la relación que une al psicópata muerto y al niño recién nacido: la sangre de las balas en uno y las manchas rojas de la placenta en el otro están en los mismos puntos de ambos cuerpos.

Esa tendencia a explicarlo todo marcará la narración y la transformará en algo mecánico y frío, lo que no deja de ser extraño en una historia que trata de una madre y un hijo. Ni el talento de Taylor Schilling ni la figura a la vez tierna e inquietante del pequeño Jackson Robert Scott logran borrar la sensación de que cada escena está completado los casilleros de una cuadrícula en vez de tratar de trasmitirnos alguna forma de tensión dramática.

Si bien hay que reconocerle al director Nicholas McCarthy el extremo cuidado en la fotografía y en la ambientación, que no evita los lugares comunes pero tampoco se regodea en ellos, el saldo es un producto anémico, con dos o tres momentos interesantes y no mucho más.