Los tentados

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

De Somos nosotros a Los tentados hay un abismo. Es que de una muy buena ópera prima se pasó sin escalas a una película de una madurez impresionante, que trabaja con materiales más sofisticados y al mismo tiempo bastante más difíciles de maniobrar. Mariano Blanco se saltea lo que en otra filmografía habrían sido dos o tres películas de calentamiento, de aprendizaje de la mirada. En Los tentados el joven director parece utilizar los engaños del protagonista como una excusa para contar el que es el verdadero corazón de la historia: el día a día de Lule y Rama, la rutina cotidiana a veces despojada de cualquier clase de tensión narrativa pero, eso sí, impregnada de un nervio cinematográfico enorme. El mecanismo con el cual se consigue semejante prodigio puede ser descrito de la siguiente manera: mientras que a la pareja no le pasa nada en términos de conflicto más que el hecho de estar vivos (ir a la playa, comer o acostarse) la película mantiene intacto el interés y la vitalidad de las imágenes, en buena medida gracias a la química de los actores y a sus cuidadas performances individuales. La risa abrupta de Lule o los pavoneos de Rama ayudan a dar forma a un robusto universo privado conformado por momentos de un raro brillo, como la salida para tomar un helado después de cenar (y la carrera en bicicleta de la vuelta), el ambiguo combate en la playa que termina con un ladrillazo de barro en el pecho de Rama (todo en un plano único) o los forcejeos y las cargadas de él que siempre amagan con acabar en una pelea real.

El guión resuelve la tensión producida por los engaños amorosos de manera casi hawksiana: a las pequeñas traiciones de Rama no le sigue ningún castigo, ninguna condena. Incluso después de la escena de la mesa, cuando la pareja discute fuertemente frente a un amigo por ver quién trae el pan, el relato enseguida encauza ese in crescendo dramático de manera económica y anticlimática: no se sabe cómo fue el desenlace de la discusión, pero sí que Rama está lavando los platos mientras que Lule y Cabe se ríen en el fondo; acto seguido, los tres juegan al ping-pong sin ningún signo de reconciliación a la vista, quizás porque nada de lo ocurrido fue tan grave como para tener que confirmar que los dos se siguen queriendo igual que antes. Tan fluido resulta el derrotero de Rama que de su improvisada búsqueda de otras mujeres no se desprende ninguna clase de miserabilidad o de maldad, sino solo una leve tristeza que Blanco condensa magistralmente en un único plano que muestra al personaje comiendo en la calle, solitario y siendo esquivado por un perro. Lule sale por un rato de la narración y Rama y su vacío se apropian de la historia; una Mar del Plata nocturna y desolada se vuelve el telón de fondo de una angustia sorda que no se aplaca con la compañía de amigos, sexo ni alcohol, sino con el hallazgo a la madrugada de un pato de jardín tirado en la basura.