Los salvajes

Crítica de Santiago Balestra - Alta Peli

Un título que, con atino, sabe improvisar pero se mantiene en los límites de la tradición.

No sabía mucho de Los Salvajes más allá de su reconocimiento en el Festival de Cine de Cannes. Cuando mi editor-en-jefe me mandó la invitación de prensa, indague inmediatamente todo lo que podía saber de la película. Como no encontré el trailer, lo único que sabía era que se trataba de un argumento con ribetes de western ––según la gacetilla de prensa y unas entrevistas hechas a su director en el marco de la Semana de la Critica en Cannes donde fue estrenada su película–. Con esta información, cuya búsqueda sería una acción que más de uno consideraría prejuiciosa, sabía que estaba encaminado a ver una película profunda y por profunda, llena de simbolismos y retratos cuasi-documentales, lo que metería a uno en el prejuicio de ver una película aburrida y carente de ritmo. Afortunadamente, el debut en la dirección de Alejandro Fadel, es una narración hecha y derecha con una estructura concreta pero que sigue las reglas de un modo diferente.

¿Cómo está en el papel?

La película tiene una clara estructura de tres actos pero que, en este caso, es tratada con muy buenos resultados por Fadel, que utiliza los mecanismos de varios géneros: la película carcelaria, el western, el melodrama y el documental.

El genero carcelario abarca todo el primer acto, pero simplemente a modo de establecer a los personajes, el mundo en el que se mueven y la fuga que dará inicio a la trama; que como corresponde a este sub-genero es rica en alarmas y guardias muertos. Todo esto sin vueltas y al punto.

Cuando los personajes están afuera de la cárcel, la película vira al género western, pero no en cuanto a los escenarios, sino a la motivación dramática. Porque salvando las enormes diferencias de país, historia y género cinematográfico, tanto los integrantes de las caravanas del viejo oeste así como estos “salvajes” buscan lo mismo: surcar el país en busca de un nuevo territorio que llamar hogar. Pero la insurrección entre sus miembros no tarda en llegar y esto nos mete en el segundo acto.

Dicho segundo acto es estrictamente el viaje y los desacuerdos que hay en el grupo, en el cual el lema “La unión hace la fuerza”, da paso lento, pero seguro, al “Cada quien por su lado”. Es en esta instancia donde la trama se ubica a mitad de camino entre el melodrama y el documental, donde por distintos motivos el grupo se va achicando a medida que los integrantes encuentran cada uno su suerte; ya sea de la mano de desvíos o fatalidades. También en este segundo acto ocurre un revés inesperado en el objetivo que se proponen los personajes. Pero a esta altura, estamos tan involucrados con ellos que no nos importa tanto si ese paraíso que buscan existe o si alguien los espera allá; sino el simple y sencillo hecho de detonar nuestra curiosidad en saber cómo va a terminar la historia o cuántos de ellos sobrevivirán. El que se hayan apegado a esta sencillísima regla de la narración, por encima de todo, es lo que hace admisible y disfrutable cualquier improvisación o reversionamiento de las reglas de la tensión dramática. Y el haber pasado exitosamente este umbral es lo que les permite que su onírica resolución no pase desapercibida y quede más que clara.

¿Cómo está en la pantalla?

La estética de la película es impecable. La fotografía en Cinemascope de Julián Apezteguia es casi siempre de carácter objetivo y enfatiza la estética de documental a la que apuntaba anteriormente. Es apreciable cómo utiliza el ambiente como un dispositivo de encuadre; casi siempre vemos todo a través de una alambrada o una rama que aparece en primer término.

Pero lo que no quiero perder de vista es que esta decisión estética va de la mano con el estilo de escritura del guión; nos introduce a través de lo clásico para guiarnos por la carne de la historia a través los caminos menos transitados. Los planos generales están a modo de introducción o cierre de escenas, como ocurre con la mayoría de los clásicos. Pero cuando llega la hora de ocuparse de las acciones de los personajes ––sus movimientos y sus palabras–– es siempre valiéndose de un teleobjetivo que genera planos cerrados. Esta decisión estética hace acordar a una máxima atribuida a John Ford: “La clave principal sobre la dirección es fotografiar los ojos de la gente”.

La musicalización no es tan predominante y su uso aquí se limita a subrayar ciertos momentos de tensión. Pero puedo decir que lo poco que se utiliza ayuda y acentúa a crear un ambiente.

Si hay un aspecto técnico que destaca por encima de todo, es el del montaje. Mis felicitaciones a los montajistas de esta película, por su pulso y precisión quirúrgica a la hora de saber cuándo conviene cortar a un contraplano y cuando hay que dejar que el plano fluya de corrido. Una trama y un contexto de esta naturaleza suelen exigir mucho la atención y la paciencia del espectador; fue el haber editado, con estas dos cosas en mente, lo que hizo que las dos horas de película sean más fluidas; supieron poner el acento pura y exclusivamente a lo esencial de cada escena.

El costado actoral es sorprendente y habla muy bien de la habilidad de Alejandro Fadel para dirigir actores. Hay un viejo adagio que reza: “Mientras más cerca este la cámara, mas va a estar diciendo la verdad” y tomando en cuenta la propuesta estética con la que Fadel quería encarar esta historia, es un logro digno de estudio el cómo pudo sacar tanta emoción de estos actores que no eran profesionales. Eso sí, cabe destacar que Sofía Brito, la única actriz entrenada del reparto, se vuelve en su rol de Grace -rebosante de naturalidad y espontaneidad- un talento para tener en cuenta para producciones futuras.

Conclusión

Un título que cumple con creces su intención de improvisar dentro de los límites de la tradición. Los espectadores pacientes sabrán apreciar en toda su gloria el viaje y el estudio de carácter en el que Alejandro Fadel nos mete. Un experimento, al menos desde mi punto de vista, muy logrado. Recomendable para los incondicionales de este tipo de cine.