Los rostros del diablo

Crítica de Guillo Teg - El rincón del cinéfilo

Año 2020. Parece mentira. En agosto van a ser 46 años del estreno en Argentina de “El exorcista” (1973) y, salvo un par de honrosas excepciones. todavía no apareció un sólo producto capaz de salirse de ese universo de posesiones sin caer en la copia burda y tilinga. No sólo de la resolución de las escenas de truculencia, sino de la copia de diálogos y hasta de roles. Ejemplo de esto es el estreno online de “Los rostros del diablo”, producto de Corea del Sur que padece como nadie la carencia de ideas en este sub-género (pero insisten eh?, eso no se les puede negar)

Empezamos mal. Lo primero que vemos es un cura surcoreano católico en plena Corea del Sur actual. Choca ese intento de instalación de verosímil en un país en donde el 60% de la población es prácticamente atea o no muestra interés religioso alguno, y del resto, más de la mitad son budistas y lo que queda para repartir se divide en protestantes, musulmanes, etc. O sea, la religión católica casi no existe, pero ahí va el director y guionista Hong-seon Kim decidido a instalar que sí, y hasta un alzacuellos consiguió para el vestuario del protagonista. Es más, hacia la mitad del metraje vemos un cónclave lleno de sacerdotes y sacerdotizas surcoreanas en una escena bastante ridícula por la falta de contexto para hacerla creíble. Es como ver un Hare Krisna en nuestro barrio de Mataderos. No es que no pueda haber, pero... Y sobre este paño se juega el guión.

Seguimos peor porque al cura Joong-soo (Sung-Woo Bae) las cosas no parecen salirle del todo prolijas. En el exorcismo que practica ni bien comenzamos, la piba de ojos amarillos se le escapa de las manos y queda ensartada en unas rejas de la planta baja.

Tiempo después una familia se muda a la misma casa y el demonio no tarda en manifestarse. Papá, mamá, tres nenas y un nene. nada menos, cuyos cuerpos van siendo "habitados" hasta que se aloja en uno de ellos. Una casa de dudosa practicidad en su construcción al punto de hacer bastante difícil la composición de los cuadros y determinar la profundidad de campo. No debe haberla pasado nada bien el equipo técnico de esta producción.

Situaciones mal construidas, estiradas como para que el último espectador que no se haya quedado dormido a los 20 minutos se dé cuenta de todo lo que va a pasar. Y pasa. Claro que pasa. La familia empieza a atacarse mutuamente, nadie entiende demasiado y los gestos de estupefacción son contagiosos desde la pantalla pero por razones distintas. El texto cinematográfico pareciese querer ir por el lado de las culpas para explotar los costados débiles del ser humano, algo que hacía muy bien el texto original de William Peter Blatty sobre el cual se basa "El exorcista" pero que aquí se pierde, se diluye en el atolondre general del montaje.

Voces distorsionadas por el equipo de edición de sonido, sangre vomitada, humito, cruces, agua bendita, vociferación de oraciones sagradas, agua bendita, etc excepto el aire acondicionado para que los actores tengan frío en el set y respiren vapor se trajeron del set de William Friedkin, todo el resto para ponerlo acá.

"Les haré arrancarse los corazones y mostrármelos", "te voy a mostrar lo que es el dolor", "arrodillate ante o mí o desaparece" y amenazas por el estilo son sólo algunos de los plagios que se ven, y escuchan, en los rostros del demonio de ojos amarillos (¡ah!, porque los ojos en Corea del Sur se ponen amarillos cuando los posee Belcebú). Hay menos contorsiones de cuerpo, es cierto, y las camas no se elevan porque se chocarían con los techos bajos que tiene la casa, pero lo demás está todo.

Cuando el espectador sienta que ya no puede estirar más la boca para bostezar, lo espera un desenlace que tiene el tupé de transitar por la vereda del sacrificio. Pero acá ya casi nada importa. La buena noticia es que la pandemia evitó que esto se estrene en cines.