Llámame por tu nombre

Crítica de Andrés Brandariz - Cinemarama

Oda al amor efímero

La mayor ambición del cine es la eternidad. Atrapando fragmentos de tiempo, anhelamos capturar nuestras impresiones del mundo para poder evocarlas más allá de los límites de la memoria. No en vano, el agua en movimiento es un motivo visual recurrente en Llámame por tu nombre: siempre agua, siempre distinta; fluyendo para no estancarse, repitiéndose de forma interminable. Es en ese encuentro misterioso entre la permanencia y el cambio que se encuentran esos amores breves que nos acompañan toda la vida. “Blessed be the mystery of love” (bendito sea el misterio del amor), canta Sufjan Stevens en uno de los temas de la banda de sonido. Es este misterio inabarcable el que la película aborda con impresionista sensualidad.

Situada en 1983, la película nos presenta a Elio, un joven de diecisiete años que pasa un bucólico verano en un casa de campo ubicada en el norte de Italia con sus padres. La temporada se hace larga y, entre lecturas musicales y literarias, Elio esquiva el aburrimiento. La aparición de Oliver (Armie Hammer), un atractivo pasante norteamericano que viene a colaborar en las investigaciones arqueológicas de su padre, cambiará el curso de las cosas. La actitud petulante e impertinente del invitado no tarda en despertar la antipatía de Elio. Pero debajo de esta actitud se esconde un interés que dará pie a un idilio estival envuelto en música disco, cielos azules e interminables recorridos en bicicleta bajo el sol de un verano que transcurre a paso lento, pero imposible de detener.

Película hipster y tan burguesa como sus personajes (los sirvientes de la casa no cumplen prácticamente ninguna función en la trama, reducidos a una mínima interacción con las protagonistas), Llámame por tu nombre muestra la misma confianza en su relato que la que exhibe el personaje de Armie Hammer a la hora de seducir al joven Elio. A sabiendas de que la narración podría resultar banal y anecdótica si la puesta en escena resultara poco subyugante, Luca Guadagnino le da un lugar privilegiado a la experiencia sensorial: Llámame por tu nombre es una de esas películas que, a través de lo visual y lo sonoro, apelan al olfato, al tacto y al gusto. Es así como todo su universo cobra vida.

No ocupa un lugar menor en la efectividad de la película la contundencia de sus interpretaciones. Timothée Chalamet encarna a Elio con tanta facilidad que su inmensa tarea casi pasa desapercibida: la asimilación a su personaje es completa. Pero lo más feliz del asunto resulta que, luego de que Hollywood intentara infructuosamente establecerlo como figura masculina de primera línea, Armie Hammer encuentra aquí un espacio para su lucimiento. En una película que retrata todos los cuerpos que la habitan con el mismo afán de belleza que Praxíteles consiguiera con sus esculturas, el intérprete norteamericano ofrece toda su fotogenia y convicción. La comparación con las obras del artista griego no es gratuita: la escultura, que comparte con el cine la posbilidad de eternizar el cuerpo, es un elemento presente en varias escenas.

Oliver resulta ser un personaje complejo y ambiguo: más de lo que parece en una primera instancia, y más de lo que la película pretende. Llaman la atención algunas actitudes del personaje en las que exhibe un exceso de fuerza física y una actitud avasallante en el trato hacia Elio, que responden a un concepto de la seducción y el romance que, actualmente, resulta problemático.

Eventualmente, la película desarma al personaje de Hammer y lo convierte en un hombre mucho menos decidido que aquel en que se está convirtiendo Elio, que encuentra en ese amor el autodescubrimiento. No sería justo dejar de mencionar, en relación con este arco de transformación, el memorable monólogo que pronuncia el personaje de Michael Stuhlbarg. La película entera se contiene en esta escena, una apasionada exaltación a aprovechar el tiempo presente a pesar del dolor que nos pueda suponer. A diferencia de las estatuas, inmovilizadas en su belleza, el tiempo de los hombres es limitado, condicionado por la muerte y el olvido. Por suerte, para vencer al tiempo tenemos al cine, en el que Guadagnino talla este fresco de impresiones y recuerdos: para mantener con vida ese primer amor que, como el agua del río, se nos escapa para permanecer.