Leopardi, el joven fabuloso

Crítica de Jessica Johanna - El Espectador Avezado

Giacomo Leopardi fue un poeta y filósofo de la Italia del siglo XVIII cuyos escritos y pensamientos se caracterizan por dejar expuestos una mirada muy oscura del mundo. Pero había una razón de ser para que este conde viera el mundo de ese modo, y es que sufrió de una enfermedad degenerativa que no le permitió disfrutar muchos de los placeres de la vida, más que escribir y leer.
La película de Mario Martone es una biopic sobre el conde considerado genio y a la vez también centro burlas, dividido principalmente en tres partes. Primero, él en su ciudad natal de Recanati, donde se encuentra más que nada encerrado en su casa, luego su paso por Florencia unos diez años después y, por último, sus días finales en Nápoles, justo antes de morir.
Elio Germano es el actor que tiene la difícil labor de convertirse en Leopardi y lo hace con mucho convencimiento, sin caer en la caricatura. Los pasajes de la obra del poeta impregnan al biopic de un sentido literario que suma puntos para una película que más allá de contener muchos elementos propios del subgénero de las biopics, cuenta con una dirección, un guión efectivo y hasta un juego interesante con la banda sonora, diferenciándolo aunque sea un poco del resto.
Mientras algunas escenas están musicalizadas de manera más bien previsibles, hay varias introducciones de melodías electrónicas con letras en inglés que funcionan de una manera inesperada aunque extraña como suena.
Un retrato sobre esta figura, pero también sobre un lugar y una época (una Italia en la que la Ilustración comienza a tomar forma pero aún la Iglesia Católica parece tener la última palabra), “Leopardi, el joven fabuloso” es un drama de época hecho y derecho que aporta además de datos biográficos sobre el poeta y su obra, una mirada sensible, no sensiblera.
Una historia sobre un artista talentoso y sufrido, sobre alguien obsesionado con la muerte, y además, la historia de un viaje, un viaje en el que se emprende queriendo escapar de algo. Y nosotros nos encontramos con un retrato clásico que no pretende serlo pero no puede evitarlo, y es correcto y vale la pena.