La vendedora de fósforos

Crítica de Pedro Seva - A Sala Llena

En una escena de La flor, un equipo de filmación presidido por Walter Jakob recala en un destartalado motel de la provincia, donde una siniestra empleada se dispone a entregarles un cuarto. A continuación vemos cómo la mano de la mujer pasa por las llaves de las habitaciones 3, 2 y 1. Este plano es idéntico al que alguna vez hiciera Alfred Hitchcock en Psicosis, con la diferencia fundamental de que en la película de Llinás dicho proceder se encuentra, en su totalidad, vaciado de sentido. Mientras que en la obra maestra de Hitchcock esas llaves resultaban una clave del proceder simbólico del film (1) dada la ambivalencia que esa numerología implica, en La flor no existe ninguna relación que vaya más allá del efecto o la referencia vacua. Dicho plano, al ser ejecutado en la forma más esquemática imaginable, no hace más que recalar en el más puro kistch (2), en el más craso Kinderspliel.

El gran tema a desarrollar en La vendedora de fósforos es el kistch, no solo por las referencias a otras obras que este film posee, sino también por la cuestión de qué proceder simbólico las une. El kistch, como lo definiera Broch, resulta de la transposición perversa de un elemento perteneciente a una configuración particular dentro de un lugar o espacio ajeno, por fuera del estrato del que es originario; es decir: poner algo en otro lugar, sin saber lo que este significa -o saber no mostrar que se sabe, lo cual es lo mismo.

El film presenta el montaje de una opera contemporánea sobre La vendedora de fósforos, el cuento de Andersen; aquí, la configuración kistch entre la opera de Lachenmann (donde no hay personajes ni historia) y el relato iniciático-tradicional en que esta basada (el cuento) es pasada por la luz del camp, donde se logra una sana ironía que cura el vaciamiento propio del kistch. Se nos introduce al dueto de cómicos personajes (unos integrantes de la orquesta del Colón) que comentan al estilo corifeo el devenir de la opera (donde el volcán Mongibello, por ejemplo, podría ser una parte de la obra, un personaje secundario o una burda alegoría). Incluso la figura del propio Lachenmann resulta decisiva en este sentido; más aún, él es el eje del aparato kistch del relato, en su proceder sería lo mismo escribir un concierto para violín que elaborar una ópera.

El film describe la obra de Lachenmann como una construcción perpetua (inconclusa e imposible de concluir), donde se pasean voces en off con acentos inventados, onomatopeyas incomprensibles y un diseño musical inexistente. Aquí se encuentra la clave del hacer lúdico de Moguillansky, su film es menos una risible sucesión de hechos destartalados que en un rimbombante tapiz, donde cada travesura es una respuesta a un hacer caótico y des-centrado. Resulta vital recordar el final del film, cuando Jakob y Villar buscan a Cleo mientras alrededor presenciamos una parafernalia intrascendente, nimia y accesoria, o cuando Lachenmann confiesa su devoción por Ennio Morricone.

De todas formas, Moguillansky falla cuando persiste en imponer un tono solemne a su narración. El conflicto gremial queda como un comentario parcial confinado al fuera de cuadro, el parlamento de Villar sobre la izquierda resulta vetusto y colgado, tanto como la carta destinada a Margarita Fernández, que sufre de un destino similar.

Si bien La vendedora de fósforos logra representar el kistch desde la sana mirada del camp, ciertos pasajes del film rozan con extremo peligro esa forma del vaciamiento estético. Dan cuenta de ello el fragmento de Erase una vez en el Oeste durante la escena en el bar o la agotadora (y agotada) referencia a Au Hasard Balthazar con la que insiste Moguillansky. Se sobreentiende que hay un fondo común entre las jugarretas de Jakob, Villar y Cleo y las pantomimas de Bresson; pero llegar al dislate de copiar ese film, plano a plano, en una abstracción personificada propia de la opera de Lachenmann, no es más que un kinderspiel de lo que puede hacer Moguillansky, que es mucho.