La tercera orilla

Crítica de Alejandro Lingenti - La Nación

Con su cuarto largometraje, Celina Murga consolida un cuerpo de obra sólido y coherente en el que se perciben constantes bien definidas. En su cine, aparecen observados con claridad tanto los avatares de la niñez y la adolescencia como las particularidades del funcionamiento de microsociedades endogámicas, cerradas (dentro de los límites estrechos de una capital provincial, Paraná, en su debut, Ana y los otros; de un barrio privado, en Una semana solos; de un colegio público, en el documental Escuela Normal, y ahora de un municipio entrerriano, Concepción del Uruguay, otro pequeño universo donde casi todos saben todo, pero se encargan de actuar como si no supieran).

Esta vez, el foco está puesto en un jovencito cuyo paso a la adultez parece acelerarse al ritmo de las presiones de su padre, un médico severo, prestigioso y de pocas palabras que lleva una doble vida. Lo primero que La tercera orilla logra con eficacia es mostrar cómo el doctor Reinoso logra naturalizar esa situación a primera vista anómala, cómo -y en su apellido parece estar cifrada esa voluntad- todos aceptan y obedecen a ese rey autoritario y poco indulgente que no tolera discusiones en sus dominios, allí donde los hijos suelen seguir las carreras y replicar los modales de sus padres y las mujeres sufren en silencio. Murga conoce de memoria el terreno y lo describe con una minuciosidad admirable. Su técnica consiste en la precisión quirúrgica para usar a favor del relato la riqueza de los detalles y la firme convicción para evitar el trazo grueso: los primeros cigarrillos, el chapuzón en la pileta un día de lluvia y la módica liberación de un karaoke como mojones de la vida adolescente; los silencios incómodos, las miradas furtivas y las relaciones de poder simbolizadas en cada gesto, como señales reveladoras de los vínculos entre los adultos.

La trama de la película se va desenvolviendo de a poco, en un tono cansino, tan alejado de la estridencia como la vida pueblerina, hasta que estalla, literalmente se prende fuego, en torno a un virulento ritual de iniciación. Murga llega a ese clímax construyendo la historia paso a paso, sin apuros ni simplificaciones, narrando con una estilización admirable, en pleno control de la puesta en escena y reafirmando su pericia en la dirección de actores (todo el elenco está impecable). Su cine confía en la complicidad y la inteligencia del espectador, le habla en voz tenue, lo exhorta a leer entre líneas. Pero debajo de esa superficie, en apariencia gélida, todo está en llamas.