La rueda de la maravilla

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

Frente al filme número 47 del octogenario Woody Allen muchos vamos al cine en busca de reeditar alguna experiencia ya vivida en su filmografía, a la vez que esperamos encontrarnos con alguna sorpresa agradable fresca o distinta en algún toque particular. Esto nos pasa una y otra vez, cada 365 días, en estas apuestas anuales que sostiene el icónico director neoyorkino cuando nos convoca con su nombre hacia su reencuentro en la pantalla.

Esta apuesta incluye algunos atractivos indiscutibles, la presencia protagónica de Kate Winslet y la dirección de fotografía del maestro del color Vittorio Storaro. Son sin duda los ganchos para pensar que si el resto del viaje sale mal Kate y Vittorio nos garantizan una buena dosis de placer cinematográfico de alta calidad, ese que te deja un buen sabor en cada plano y que elegimos para guardar en el arcón de los mejores recuerdos.

Desgraciadamente eso es un poco lo que pasa con La rueda de las maravillas, solo algunos aciertos ayudan a transitar los 100 minutos del filme. El resto de la propuesta es pantanosa y densa dramáticamente en el peor de los sentidos. Woody, tan lejos de la comedia y tan cerca del melodrama acartonado, pierde lo mejor de su pluma y no gana nada en especial.

La historia ubicada en Connie Island en la década del 50 presenta una figura de 4 lados, por una parte el clásico narrador Alleniano que rompe la cuarta pared y nos relata la trama siendo a la vez parte de ella. Ese es Mickey (Justin Timberlake) un guardavidas con aspiraciones a dramaturgo, joven galán y seductor que será la piedra de la discordia entre las féminas de esta película. Al otro lado de la playa vive Ginny (la magnética Kate Winslet) una ex actriz cuarentona devenida en camarera que actúa como una neurótica femme fatal decadente con un historial amoroso complicado, una pila de frustraciones y un hijo piromaníaco (detalle encantador de la película). Su esposo Humpty (Jim Belushi) un tipo básico y simplón, que va de la ternura a la violencia, con el tipo de trauma obvio del ex alcohólico que vive atrapado por las locuras de las mujeres que lo rodean, la plata que le falta y el trago que se querría tomar. Y finalmente Carolina (la bella Juno Temple) que es la que abre la acción de la trama cuando llega al parque de diversiones donde trabaja y vive su padre. Está huyendo de su marido, un mafioso peligroso que quiere matarla.

Por lo tanto se despliega entre las mujeres y Mickey un triángulo amoroso que se va desarrollando a lo largo del relato, donde Ginny deposita todas fantasías incumplidas como volver a las tablas y que el joven sea el verdadero amor de su vida y Caroline juega su juego, el de “joven/bella y seductora”. Mientras Humpty se entusiasma con la tarea de darle cobijo a su hija con quien hacía años había cortado toda relación, para resguardarla de la muerte y convertirla en la mujercita que el soñó siempre que fuera. Aunque a Caroline no le interesa esto tanto como los pantalones de Mickey y sus ojos azules.

La trama no desborda originalidad ni brillo autoral, y aunque intenta homenajear de manera indirecta a Eugenne O Neill , en especial por lo visceral de los carácteres y sus vínculos – hasta agrega el detalle de que O Niell sea tema de conversación, entre otras pinceladas– ni los diálogos , ni el tono de los personajes, ni la línea de actuación grotesca o artificial, logran un clima atractivo si no fuera por el despliegue de Winslet que se impone y nos lleva de la mano con sus cabellos rojos y su mirada intensa, junto a la joven Temple que con figura angelical de rubia inmaculada, pero sexy, agrega un toque de frescura y precisión a su Carolina de fantasía.

No hay risas, pues lo grotesco de las escenas no parece apuntar al efecto de ironizar sobre lo que sucede, entonces los acontecimientos se hacen clichés en su mayoría, previsibles y ostentosos en vano. Alguna escena rescata de a segundos lo tragicómico, como aquella de Ginny y Mickey en el muelle o la puesta en escena de diva enloquecida que hace Kate en otros momentos claves del filme, pero no lo suficiente como para que la riqueza del relato le termine de dar sustancia y variantes a la película completa.

La mano de Vittorio Storaro –otro octogenario que hizo historia en el cine- pinta con una amplia paleta de colores todo el filme, haciendo algo que solo una vez vi, en Golpe al corazón (One from the Heart, 1987) de Francis Ford Coppola, que él mismo fotografió. El juego es cambiar la iluminación en toma y crear como en un espacio teatral, un arco de cambio de tiempo, color, contraste e intensidad, en un movimiento de luces dentro del plano que generan una belleza plástica que solo pocos pueden llevar a la escena.

La excesiva teatralidad y el drama exaltado con pocos matices son algunas de las mayores debilidades de esta historia que da sus mejores notas con la fuerza actoral de las mujeres que la habitan y la luz que las envuelve plano a plano hasta el fin.

Por Victoria Leven
@victorialeven