La rueda de la maravilla

Crítica de Emiliano Andrés Cappiello - Cinemarama

A esta altura, con casi cincuenta películas en su haber, Woody Allen no sorprende a nadie. Esto no es algo malo. Uno va a las películas de Woody con la incógnita de qué Woody toca este año, dentro de un abanico de posibilidades variadas pero conocidas. Puede tocar el Woody de comedias puras (que va desde Bananas a Que la cosa funcione), el más dramático (que va de horrores como Match Point a la gran Blue Jasmine), el romántico (un Annie Hall, un Medianoche en París) o el existencialista (Crímenes y pecados, Hombre irracional). Hay por supuesto temas y formas constantes que se conectan entre estos diferentes Allens, pero el espectador entra siempre con la incógnita de cuál de las opciones ya conocidas va a primar en esa ocasión. En La rueda de la maravilla, el Allen cosecha 2017 es el peor de todos: el misántropo.

Como muchas de sus películas que podían inspirarse en base a otros artistas como Chéjov o Fellini, La rueda de la maravilla se inspira en las obras de un dramaturgo, Eugene O’Neill. Sus personajes habitan los márgenes de la sociedad, condenados al fracaso de igual forma los optimistas y los pesimistas. Lo más curioso, sin embargo, es que tanto se inspira en las obras del dramaturgo que la película, sin estar basada en un obra de teatro, peca de construir una puesta en escena sumamente teatral. Limitada a pocos escenarios, con solo cuatro personajes, tranquilamente podría ser teatro filmado. Esto se vuelve notorio desde la primera escena, cuando Juno Temple llega al departamento de su padre, en una secuencia demasiado larga con interpretaciones particularmente exageradas de Jim Belushi y Kate Winslet, que golpean muebles y gritan como si no hubiese sistema de sonido en la sala de cine. Justin Timberlake, que completa el cuarteto protagónico, se distancia con un optimismo y gracia que agrega la única frescura a una película agotadora por la impostada expresividad de sus compañeros.

Allen envuelve a estos personajes en una trama de romances y mafiosos que, en su lectura de este teatro americano, resuelve con una crueldad enorme. Ahí aparece el Allen misántropo, que utiliza a sus personajes como avatares de una total carencia de fe en la humanidad. Por vueltas del guion, la desolación absoluta se presenta como la única opción posible. En oposición directa al tono ligero y amable de la narración que cumple el personaje de Timberlake, esta visión del mundo queda como un capricho disruptivo y forzado.

Como con los vinos, la calidad de las películas de Woody pueden variar enormemente de año a año, pero siempre las tenemos. Esta llegó picada, pero siempre podemos esperar mejor suerte para la próxima.