La reina desnuda

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

El universo de José Celestino Campusano ya ha transitado por varias etapas desde su vital despegue en los tiempos de Vil Romance (2008) y las narrativas de Berazategui. En la primera oleada estuvo el conurbano y sus paisajes, los motoqueros de Vikingo (2009), el sexo sin permiso de los amantes de Vil Romance, las fusiones musicales de Fango (2012). Era un cine inquieto e intuitivo, interesado en romper las barreras de clase del cine argentino un poco más allá de los quiebres de fines de los años 90. Campusano evocaba de manera inconsciente el recitado pasolineano sin aquel aura sagrada de los ragazzi di vita, y sí con una moral burguesa internalizada sin piedad por los sectores populares.

En la segunda etapa los horizontes se ampliaron: extensos planos secuencia, movimientos de cámara virtuosos, actores con oficio. La influencia de los géneros cinematográficos se hizo sistemática aunque adherida a una iconografía evidente: el coqueteo con la road movie social en Fantasmas de la ruta (2013), el policial en El perro molina (2014), ecos del melodrama erótico en Placer y martirio (2015). Campusano se aventuraba a un territorio ajeno al que capturaba desde ciertos estereotipos, en ocasiones funcionales como en la figura de Molina, y en otras esquemáticos y con aires de exploitation como en los amantes de Placer y martirio. Pese a ello, lo que sí perdura en su cine desde entonces es una clara línea divisoria entre el bien y el mal, que define culpas, pecados y redenciones, como elemento esencial de su cosmovisión.

La reina desnuda pertenece a una tercera ola que ubica temáticas sociales en pequeños entornos, casi a modo de microcosmos. Violencia de género, persecución de pueblos originarios, homofobia y desigualdades económicas recorren los recientes universos del director con una forma de producción aceitada en cada región, uso de actores y locaciones autóctonas, dando cuerpo a una mirada que ha abandonado la maravilla de sus inusuales imágenes por un anhelo de comprensión de ese mundo cruel e injusto que alberga a sus criaturas.

Victoria (Natalia Page) es una de ellas, una mujer que en el pueblo santafesino de Gálvez rompe las normas y los mandatos que intentan regir su vida y su sexualidad. Sin embargo, esa consciente rebeldía, afirmada en una personalidad excesiva y desafiante, convive con el abuso y el maltrato padecido en la adolescencia, origen de una coraza formada en desprecios ajenos e intentos de superación. Es cierto que la vocación algo más programática de la película reduce la fuerza de lo imprevisible que surgía de sus narrativas conurbanas, pero el director consigue esquivar hipocresías a la hora de representar la experiencia del sexo y el juicio sobre las vidas ajenas, haciendo de aquel clisé de “pueblo chico, infierno grande” una representación nada concesiva.

La reina desnuda propone una convivencia entre el presente y el pasado que desajusta las convenciones del flashback para perseguir un retrato algo más ambiguo formado entre aquella Victoria adolescente y la mujer adulta. Mientras el entorno del personaje es fruto de un tibio anecdotario -la disputa familiar por una herencia, los amigos de la noche y los abusadores del pasado, un voluntariado social en el municipio-, cuando la mirada de Campusano se fija en la espesura de Victoria, sin rendiciones ni reduccionismos, la película alcanza sus mejores pasajes, honestos y potentes.