La reencarnación

Crítica de Henry Drae - Fancinema

LA IMITACION ENCARNADA

De todas las vueltas de tuerca que se le han dado a los films de posesiones satánicas en los últimos años (en los que ha habido un claro exceso de la explotación del tema), algunos intentos son realmente dignos y sugieren que con mucha cintura y un necesario pulido de guiones hay más tela para cortar. El caso de La reencarnación es como para tener en cuenta a la hora de elegir variantes que salgan un poco de lo tradicional, sobre todo cuando la mayoría de las historias se reduce a relatar lo que sucede con las víctimas inocentes de una posesión demoníaca y a sacerdotes renegados devenidos en exorcistas como la última opción, sin más recursos que recrudecer las imágenes para hacerlas más realistas y repugnantes.

La reencarnación cuenta la historia de una madre (Carice Von Houten) recientemente separada de su violento esposo y su hijo (David Mazouz, el Bruce Wayne de Gotham) que acaba de ser poseído por una fuerza maligna que le transmitió un mendigo. Ante tal situación, una agente del Vaticano se pone en contacto con un especialista en posesiones, el doctor Ember (Aaron Eckhart) que, lejos de considerarse religioso, practica el “desahuciamiento” de la energía maligna a través de la intrusión en la conciencia dormida del poseso. Algo así como si en La celda de los sueños de Jennifer López en lugar de un asesino en serie se hubiese filtrado el demonio Pazuzu de El exorcista o si en El origen en lugar de doblarse los edificios se hubieran juntado a festejar los poseídos en la casa de los Warren como en El conjuro. El exorcista infiltrador de mentes se rehúsa a atender al chico hasta que se le menciona que el espíritu o fuerza demoníaca responde al nombre de uno que se atribuyó tiempo atrás el asesinato de su familia y el hecho de que él mismo quede postrado en una silla de ruedas.

La idea, que no deja de ser un mix, prende por simple remisión a muchas otras cosas vistas, añadiendo a la mencionada La celda, la cabina de teléfono en la que se escapaba de la matrix -aquí devenida en cuarto de color favorito del poseído-, el Vaticano como organización de reclutamiento de profesionales mercenarios -al estilo Vampiros de Carpenter- o el juego de la mancha venenosa de los espíritus contagiosos como en aquella Poseídos con Denzel Washington. Hay que reconocer que al menos la “inspiración” fue hallada en films que de un modo u otro fueron característicos y/o emblemáticos en el género. Es decir, se copiaron de donde debían hacerlo.

Por otra parte no hay grandes problemas en la construcción de la historia aunque sí cierto atropellamiento: no es que diera para más de los noventa minutos que dura pero cuesta engancharse con los problemas de cada personaje más allá de los planteados de manera lisa y llana. Por ejemplo, resulta un desperdicio tener a Van Houten como madre de un niño maltratado por su padre y no explotar su capacidad dramática, con lo que un poco de background para conocer la historia de esa familia no hubiese estado de más. Lo mismo con lo escaso de la relación entre la agente vaticana y el doctor Ember, o entre los mismos ayudantes nerds: pasan por la pantalla como en un suspiro y no se los llega a conocer como para empatizar y sentir de manera más profunda lo que les suceda. Ni siquiera hay chistes bobos, que por algo existen en todos los blockbusters hollywoodenses a falta de genialidad. Floja resulta la presunta redención de Ember que se reconoce fuera del sistema religioso en su práctica pero acude a su símbolo más característico cuando las papas queman.

Y el final -o debería decir “los finales”- en donde el autor no se conforma con sugerir, dar una idea, inquietar o cerrar con moño sino que los usa a manera de bises que no tienen razón de ser. La película se resuelve en tres ocasiones como mínimo. La más obvia y facilista es la escogida para el final definitivo. Más allá de que el producto no sea abominable, utilicemos nuestra fe para pedir que no “reencarne” en secuela. No hace falta.