Perspectivas de amor compartido Matías Piñeiro (Todos mienten, El hombre robado) realiza “shakespereadas” hace unos ocho, nueve años ya; la propuesta comenzó con Rosalinda -con parlamentos de Como Guste (1599)- y siguió con Viola -con parlamentos de Noche de Reyes (1602)-. En este caso, en el marco del 17 BAFICI, se presenta a modo de estreno local, La princesa de Francia –basada libremente en Trabajos de amor en vano, también llamada Penas de amor perdido (1595-1596)- película que viene a funcionar como una suerte de cierre de ciclo. Fiel a su estilo elegante a la hora de narrar, el joven director contó una vez más con “las chicas Piñeiro”: María Villar, Laura Paredes, Agustina Muñoz, Romina Paula, Elisa Carricajo y Gabriela Saidón, pero este film tiene una particularidad que lo diferencia de las anteriores shakespereadas: incluir a un hombre como uno de los personajes centrales. Así Piñeiro nos presenta a Víctor (Julián Larquier Tellarini), director de un grupo teatral que a partir de la muerte de su padre, se va por un año a vivir a México, y a su regreso trae nuevas propuestas laborales. Concretamente su idea es realizar la misma obra que antes, pero esta vez en formato de radioteatro, para luego poder venderla y así ganar algún dinero. Es en este punto, que la obra original y la historia construida por Piñeiro comienzan a entrecruzarse: en la obra de Shakespeare los hombres de Navarra prometen dedicarse sólo al estudio, luego de ciertos conflictos amorosos a partir de la llegada de la princesa de Francia y sus damas. Mientras que en el film, Víctor mantiene vínculos cercanos con todas sus actrices. Paula (Agustina Muñoz) fue y tal vez siga siendo su novia, Ana (María Villar) es su amante, Natalia (Romina Paula) tuvo un acercamiento a él en el último tiempo, Lorena (Laura Paredes) es su amiga, pero apuesta a más y Carla (Elisa Carricajo) es parte del fugaz recuerdo de una noche musical. Completan el panorama y el drama romántico Jimena (Gabriela Saidón) y Guillermo (Pablo Sigal), que también tiene bastantes confusiones sentimentales. La multiplicidad de relaciones marea al espectador, y al propio Víctor, que indeciso, manipula y acepta ser manipulado por estas mujeres, mientras jura y perjura que ya no es quien solía ser, y que ha cambiado. De la misma forma, podemos ver desde el magnífico plano inicial de La princesa de Francia como el estilo narrativo y lúdico de Piñeiro también cambia y continúa innovando. Los planos ahora son más amplios, más generales y se le da más protagonismo al espacio natural –vemos bastantes escenas al aire libre, en parques, y también en canchas de fútbol, o en escalinatas de museos- además, los diálogos iniciales tienen un ritmo bastante más acelerados que en Viola, pero conservan el estilo armonioso. Otra particularidad que ya hemos mencionado, tiene que ver con posicionar a un hombre como el eje central de la trama, pero manteniendo al universo femenino, con sus perspectivas y complejidades, como el gran protagonista y propulsor narrativo, tal como William Bouguereau plasmó en Ninfas y Sátiro. Idas y vueltas, enredos, cruces inesperados o ultra anunciados entre ficción y realidad, y las siempre eficientes reiteraciones –de texto y de situaciones- son marcas registradas en el cine de este director, y aquí sólo logran embellecer aún más una historia cautivante y deliciosa, a la vez que se deconstruye y desdramatiza a Shakespeare mixturando sus parlamentos con registros coloquiales contemporáneos. En definitiva, La princesa de Francia es un film cautivador tanto desde lo narrativo y lo actoral, pero sobre todo desde lo visual (aplausos al gran ballet cósmico luminoso diagramado por Fernando Lockett, el mejor DF de Argentina) que cierra de forma maravillosa, una etapa experimental y seductora de Matías Piñeiro, quizás el más interesante y singular realizador local de la última década.
Deconstruyendo a Shakespeare Las coordenadas ficción y realidad se tensan en La Princesa de Francia -2014-, tercer intento de Matías Piñeiro de explorar -desde su particular forma de hacer cine- el universo de Shakespeare, pero más precisamente de los personajes femeninos en sus obras. El proyecto del director de El hombre robado -2007- se vincula con lo que él denominó “shakespereadas”, cuya plataforma expresiva, tanto en el teatro como en el cine, abre el espacio lúdico y la libre interpretación de los textos del dramaturgo isabelino para aggiornarlos a un coloquialismo y etapa presente, sin perder el horizonte en lo que a esencia de la obra original se refiere. Ya en Rosalinda -2011-, cortometraje presentado en el BAFICI, como con Viola -2012-, la selección de parlamentos de obras, Como guste -1599- para la primera y Noche de reyes -1602- para la segunda genera cierta empatía para con el espectador a través de los diálogos, de la música interna de cada frase, con su cadencia y matices verbales, de la misma manera que en La Princesa de Francia -2015- al tomar el texto de Trabajos de amor en vano -1595 – 1596- y transpolar parte de esta historia a la ficción propiamente dicha. El cine de Matías Piñeiro se recorre por capas; se degusta a partir de la rigurosa y pensada puesta en escena como espacio de libertad pero además lúdico, para que el realizador apele a los recursos propios del cine y cree en ese proceso de decosntrucción algo distinto. Es un cine de rupturas, de grietas, para el cual es necesaria la presencia de buenos actores que sepan interpretar perfectamente el texto en juego. Por eso, la habitual recurrencia a este grupo consolidado de actrices, integrado por Agustina Muñoz, Gabriela Saidón, Romina Paula, María Villar, Elisa Carricajo y Laura Paredes, a quien se suma la presencia masculina de Julián Larquier Tellarini y Pablo Sigal, quienes en esta ocasión cuentan con mayor presencia en sus roles, sobre todo el personaje de Víctor, a cargo de Larquier Tellarini. Personaje pivot sobre el que gira cada encuentro con el sexo opuesto, receptáculo de miradas y besos a hurtadillas en este mareo permanente de las cinco mujeres involucradas. Su novia Paula, su amante Ana, el escarceo con Natalia en un pasado aventurero, y Carla y Jimena que pretenden seducirlo en esta oportunidad en que el protagonista regresa tras su estadía en México para retomar un proyecto teatral y convertirlo en radioteatro por entregas, con el objeto de comercializar la obra. Nuevamente realidad y ficción se yuxtaponen porque la alusión a la obra teatral nos conecta a uno de los proyectos de Matías Piñeiro sobre tablas llamado Y cuando no me quieras será de nuevo el caos -estrenada en marzo 2011-, pieza teatral en la que el radioteatro y William Shakespeare se dan la mano, como ocurre en La Princesa de Francia -2014-. La energía centrífuga y centrípeta también aportan al devenir del film no sólo el cambio de ritmo y eje, en sintonía con los puntos de vista sobre un mismo acontecimiento, sino que por momentos condicionan la mirada para sacarlo de la zona de anécdota como si se tratase de una apuesta a las bambalinas más que al escenario donde las cosas suceden. Estar detrás de escena supone una mirada sobre el acto mucho más fisgona que formando parte de la acción misma, aspecto que en la cámara atenta al detalle realza el rol de director y marca la distancia necesaria para no contaminar a los personajes. Todos ellos con una voz propia y destinos marcados, reacios a cumplir quizás la tarea asignada por ese destino y dar rienda suelta a la búsqueda y a la rebeldía del amor con el otro, que no muchas veces se corresponde con el pacto tácito del romanticismo y la fidelidad. Todo lo contrario, es el deseo y las maneras y ardides de conquistar el objeto prohibido lo que en definitiva resume el coqueteo constante de los personajes en La Princesa de Francia -2014-, mientras el texto de Shakespeare se interpone entre la teoría y la praxis del misterio, de ese segundo fugaz donde la mirada cómplice recoge el guante de lo imposible, despierta la pasión que no necesita de ninguna palabra ni verso almilbarado para expresar un sentimiento. Otro recurso nuevamente explotado aquí es la reiteración no sólo del texto sino desde la propia puesta en escena, espacio que rompe una cronología pero que también altera la percepción sobre la propia realidad de la película. Cine, teatro y literatura en un mismo plano; fragmentación y reiteración para rubricar un lenguaje que abraza la enunciación como uno de sus principios rectores y no es temeroso a la hora de arriesgarlo todo en la construcción de la imagen, así como en lo que decide expresamente no mostrar en su juego de dialéctica permanente con la cinefilia más rabiosa.
El círculo pendular. Matías Piñeiro es una rara avis dentro del puñado de directores surgidos post Nuevo Cine Argentino, sus motivaciones no pueden etiquetarse dentro de alguna urgencia que direcciona el interés de sus colegas contemporáneos. La Princesa de Francia viene a cerrar una trilogía compuesta por el mediometraje Rosalinda y el largo Viola, en los que los textos y referencias al universo shakespeariano marcan la principal cualidad de la filmografía del director radicado en Nueva York: en la primera llevaba adelante una relectura de fragmentos de Como Gustéis y en la segunda de Noche de Reyes, dos de las comedias más populares del autor inglés. Piñeiro trabaja con una troupe y por ello recurre nuevamente al séquito de actrices de sus films previos, pero la gran diferencia aquí es la presencia de un protagonista masculino que circunda a los personajes femeninos. Víctor (Julián Larquier Tellarini) es un joven director teatral que regresa de México después de un año y se reencuentra con un grupo de actrices, todas ellas -en menor o mayor medida- pertenecen a su escenario sentimental. Su novia (Agustina Muñoz), quien lo esperó durante el tiempo de ausencia, Ana (María Villar) su amante, Natalia (Romina Paula) su ex, Lorena (Laura Paredes) una integrante de la troupe interesada en él, y Carla (Elisa Carricajo) un potencial futuro amor: las cinco actrices integran el nuevo proyecto de Víctor, el cual pasa por grabar un piloto de radioteatro sobre Trabajo de Amor Perdido, obra que ya representaron. El plano secuencia -con el que se inicia la película- de la cancha de fútbol 5, con la cámara apuntando hacia abajo, es la puerta de un entramado estético sofisticado, dentro del cual Piñeiro incluye una oscilación hacia lo popular, en cierta forma filiándose a la ideología shakespeariana de plantear una convivencia de lo mundano y lo culto en una misma dimensión. Esta recurrencia se trabaja en base a un engranaje preciso de situaciones dramáticas, citas (las pinturas de William Bouguereau en la escena del Museo Nacional de Bellas Artes) y música (el uso de sinfonías de Robert Schumann) que se ajustan al espíritu lúdico de Piñeiro, otro de los motivos aparecidos en sus films anteriores. En La Princesa de Francia éstos se resignifican al invertir las situaciones que atraviesan los personajes de la obra de Shakespeare. El placer estético pendular de ir de lo sofisticado a lo estrictamente popular también se observa en el uso retórico de las herramientas formales, en el empleo de la fotografía (nuevamente un triunfo de Fernando Lockett). La Princesa de Francia es una nueva experimentación de Piñeiro, un director que en este tercer estadio de sus variaciones sobre Shakespeare sube la apuesta a una narrativa más enrevesada y a un tratamiento estético que ya define su estilo como un autor singular, una auténtica isla en la geografía del cine argentino.
Que viva el Bardo... Con múltiples innovaciones respecto de sus films previos también basados en las comedias shakespearianas (un protagonista masculino, la presencia de la radio, múltiples puntos de vista y una menor dependencia del texto que le permite conseguir un mayor lucimiento visual), Piñeiro construye una pequeña gran película (premiada en el último BAFICI), que continúa las interesantes búsquedas de Rosalinda y Viola, y lo consolida como uno de los cineastas más brillantes e inteligentes del panorama argentino contemporáneo. En su tercera entrega inspirada en las comedias de Shakespeare después de Rosalinda y Viola, Piñeiro construye la más grande de sus pequeñas películas, la más ambiciosa de sus siempre accesibles y disfrutables apuestas. Coral ("caleidoscópica", según el término que prefiere su joven director), La princesa de Francia tiene nada menos que seis diferentes puntos de vista: el del director de la troupe y los de sus cinco actrices/amantes. Apelando más que nunca al movimiento de cámara, incluso a planos generales, la narración fluye con una elegancia, una gracia y un poder de seducción que escasos directores (y muy pocos a los 32 años) suelen conseguir. Por primera vez, en el centro de la escena hay un personaje masculino (que supo interpretar a la Princesa de Francia del título), aunque orbitado, observado, tentado y en muchos casos manipulado por las mujeres. Y la presencia de la radio es otro de los aspectos que distinguen a esta nueva propuesta. En efecto, el film tiene como punto de partida los enredos amorosos y laborales de Víctor (Julián Larquier Tellarini), un director teatral que regresa a Buenos Aires luego de la muerte de su padre y tras un año en México, con el objetivo de realizar con su vieja compañía una serie de radioteatros. El piloto del proyecto será a partir de la última obra que la compañía ha realizado, Trabajos de amor perdidos. En la Argentina lo esperan cinco actrices con quienes ha tenido, tiene o pretende tener también algún tipo de vínculo sentimental. Allí están su novia, Paula (Agustina Muñoz), que desde hace doce meses intenta serle fiel; su amante, Ana (María Villar), que duda de la verdad de su amor; su ex, Natalia (Romina Paula), que piensa que sigue siendo la preferida; su amiga, Lorena (Laura Paredes), que sueña con quererlo un poco de más; y Carla (Elisa Carricajo), un vago recuerdo que después de todo puede llegar a ser su próximo amor. Piñeiro es uno de los directores más brillantes, inteligentes, formados y creativos de la segunda (o tercera) camada del Nuevo Cine Argentino. Su pasión cinéfila es sólo una de las múltiples aristas que aparecen en sus películas, donde lo culto y lo popular, la sofisticación formal y los conflictos terrenales, conviven con absoluta armonía y belleza. El film arranca con un largo y extraordinario plano-secuencia general con un partido de fútbol 5 mixto filmado desde lo alto de un departamento. Luego, Piñeiro se permitirá no sólo citar -claro- a su admirado Shakespeare o utilizar sinfonías de Schumann como fondo musical sino también sustentar buena parte de la estética y de la estructura narrativa de su película en un cuadro: Ninfas y sátiro, del francés William Adolphe Bouguereau. Así, no extraña que parte del relato transcurra dentro del Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires con un par de pinturas de Bouguereau de fondo. Con mayor apuesta al riesgo, con mucha información y movimiento dentro de cada plano (invalorable, otra vez, el aporte del DF Fernando Lockett para semejantes "coreografías"), con menor dependencia del texto y con su habitual capacidad para la experimentación, Piñeiro consigue una película que por un lado se opone y por otro complementa a Viola. Es una variación, una versión revisitada, corregida, ampliada y recargada de su obra anterior y un nuevo paso adelante hacia la construcción de una filmografía tan subyugante como decididamente singular.
Reinas de corazones Así como la película anterior de Matías Piñeiro, Viola (2012), se inspiraba en la obra de William Shakespeare “Noche de reyes”, La princesa de Francia (2014) encuentra inspiración en “Trabajos de amor perdidos”. No se tratan de adaptaciones en el sentido clásico de la palabra. Buscan capturar la inquietud debajo de las obras, no su argumento narrativo. El punto de inicio es la llegada de Víctor (Julián Larquier Tellarini), que ha regresado de Europa con ganas de reunir su harén de actrices predilectas (incidentalmente, las mismas de Viola) para montar una producción radial de Shakespeare. Y “harén” es la palabra para describirlas. Los títulos iniciales desglosan el elenco femenino cual programa de teatro: la novia, la ex novia, la amante, la amiga, la desconocida, etc. La película trata, supongo, la superfluidad del amor entre jóvenes, que viven engañándose y reemplazándose de acuerdo al capricho. Víctor asigna y designa papeles a cada una de sus mujeres, tanto en su vida como dentro de su obra. Imposible seguir el desarrollo sentimental de cada uno de los personajes, principalmente porque no hay desarrollo, sólo espontaneidad. La única constante es que el control que Víctor tiene sobre su harén es completamente ilusorio. Se destaca la labor de las actrices: Agustina Muñoz, María Villar, Romina Paula, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Gabriela Saidon. De miradas jocosas y sonrisas burlonas, contrastan con picardía la soporífera figura de Victor, que es el Marcello Mastroianni de su propio 8 ½ (1963). Victor tiene fama de seductor, pero no se lo ve particularmente seductor. Las actrices se roban la película, de la misma forma que se roban su obra (y su vida, de poco en poco). La princesa de Francia probablemente sea más accesible a la luz de sus antecesoras espirituales, Rosalinda (2011) y Viola, pero hay algo indudablemente atractivo acerca del entramado que va tejiendo de a impulsos, de la labor de las actrices, y de la imagen que se va formando de su particular mundo.
Como en sus recientes películas, Matías Piñeiro retorna en LA PRINCESA DE FRANCIA al universo de William Shakespeare para contar la que tal vez sea la más ambiciosa de sus producciones, estructurada como un juego de ecos –más que una adaptación– respecto a TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS, la comedia de Shakespeare en la que el Rey de Navarra y un grupo de hombres que se habían prometido dedicarse al estudio y abandonar la persecución femenina se ven en problemas con la llegada de la tan mentada Princesa de Francia y sus damas. Ese punto de partida en realidad resuena tanto en la puesta radial que Víctor, Guillermo y las actrices Paula, Natalia, Jimena, Ana, Lorena y Carla deciden poner en escena como en las vidas privadas de todos ellos, que se cruzan y descruzan en Buenos Aires. La trama puede ser “destrabada” como una serie de idas y vueltas románticas de casi todas ellas por el corazón de Víctor (Julián Larquier Tellarini), que se va de viaje a México por un año y al regresar intenta reunirlos a todos para concretar el proyecto de llevar esa obra en formato de radioteatro. Entre los celos profesionales se mezclan los personales. Paula (Agustina Muñoz) era la novia de Víctor previo a su viaje y ahora no está del todo segura de seguir siéndolo; Natalia (Romina Paula) es una ex novia suya y Ana (María Villar) hace las veces de amante. Pero Guillermo (Pablo Sigal), Lorena (Laura Paredes), Carla (Elisa Carricajo) y Jimena (Gabriela Saidón) también tienen lo suyo para aportar en esta serie de entuertos romántico/laborales. princesa1Como en otros filmes del director de VIOLA, no es necesario estar al día con la obra de Shakespeare para seguir la trama, aunque algún que otro dato pueda ser útil. Como en sus comedias, muchas veces el exceso de intriga romántica puede resultar confuso para el espectador, pero lo que Piñeiro logra es que la potencia del texto y la belleza de la puesta en escena supla lo que por momentos se hace arduo de conectar. Y lo logra con esa fluidez con la que milagrosamente conecta citas de las obras con textos de los actores sin que nos demos cuenta ni que suenen impostados o teatrales. Realistas no son, es cierto, pero los textos propios y los adaptados se combinan casi como en un nueva forma de lenguaje. LA PRINCESA DE FRANCIA tiene, a diferencia de las anteriores películas suyas, una suerte de forma musical, combinando sueños, aparentes reiteraciones que no son tales, y una cantidad de idas y vueltas en los movimientos de los personajes que transforman el todo en una gran coreografía de voces, rostros y cuerpos. Componen, como el cuadro de Bouguereau que se cuela en forma de postal en varios libros que llevan los personajes además de verse en el Museo de Bellas Artes, una enrevesada figura de cuerpos femeninos enlazando a un hombre, que las manipula mientras las chicas hacen lo mismo con él y entre ellas mismas. Piñeiro juega con las reiteraciones de frases (Sigal diciendo varias veces un mismo texto al micrófono, por ejemplo, con mínimas inflexiones) y de situaciones (Paula vive tres episodios que arrancan de manera muy similar pero luego difieren en mucho, seguidos por un cuarto que lo completa telefónicamente) para convertir a LA PRINCESA DE FRANCIA, como a la mayoría de sus películas previas, en una narración sobre la circulación del deseo, en esa línea que muchos han relacionado con el cine de Rohmer y Rivette pero que a esta altura ya alcanza la categoría de voz propia. Princesa-Francia-Pineiro-microfono-600En la escena que abre el filme –un partido de Fútbol 5 visto desde una terraza con música de Schumann en un notable plano secuencia lleno de sutiles apuntes coreográficos– se ve claramente esa elección musical. Da la impresión que esa pelota que va de pie en pie, transformando a un bando en poderoso y al otro en débil, sintetiza visualmente buena parte de la acción de la película, por no hablar de alguna metáfora futbolística que en algún momento usé para referirme al cine del autor: la circulación coreográfica de un objeto deseado es claramente aplicable al deporte. Da la impresión tras ver este filme que Piñeiro llegó todo lo lejos que deseaba respecto de este mundo específico, compuesto por los textos de Shakespeare cruzados con la realidad, un similar grupo de actrices y un ballet de luz sublime coreografiado por Fernando Lockett. El director ya habló de su intención de combinar estas búsquedas algunas veces más, aunque uno siente que tiene el suficiente talento como para salir de esa zona de aparente confort suyo como para intentar buscar nuevos horizontes y nuevos riesgos creativos y estéticos. El talento, el ojo, la imaginación, la inteligencia y la poesía las tiene –lo mismo que el gran equipo que lo acompaña detrás y delante de cámara–, por lo que LA PRINCESA DE FRANCIA podría ser también vista como una culminación –con epílogo incluido, que llega al final de los créditos– de una etapa de su carrera. La que lo convirtió en uno de los más grandes cineastas argentinos de los últimos tiempos. (Crítica publicada originalmente durante el Festival de Locarno 2014)
Otra vez Matías Piñeiro con una obra de Shakespeare, la compañía que la interpreta, cinco mujeres rodeando al productor, inevitablemente relacionadas con promesas de amor ficticias y reales. Un muy interesante film, premiado en el BAFICI, que entrama pasiones y deseos.
Cruces en el ensayo para un radioteatro El opus 5 del cineasta es la tercera de sus “shakespeareadas”, una serie de películas basadas en comedias de Shakespeare. En este caso, “dialoga” con Trabajos de amor en vano, en una trama plagada de maquinaciones amorosas. El plano-secuencia que abre La princesa de Francia es, por varios motivos, extraordinario. En primer lugar, claro, por su tratamiento del espacio. Una chica en una terraza es llamada desde fuera de campo. En busca de esa voz, la cámara hace un travelling corto, cambiando de focalización. En vista panorámica (tipo de plano sumamente inusual en el cine argentino) se ve, varios pisos más abajo, una canchita de fútbol, donde unos jugadores pelotean. La fijeza de la cámara, que apunta sobre ellos como a la espera de algo, genera tensión latente. Sobreviene el capricho, el juego cambia. Ahora el que juega es el director, en relación con las expectativas: mientras el número de jugadores de camisetas amarillas aumenta, el de remeras rojas disminuye. Llega un punto en que son como ocho de un lado y dos del otro. ¿A qué juegan? Finalmente, la fuga, el espacio que queda vacío, el cierre del plano, con un movimiento simétrico al que lo había abierto.Tratamiento del espacio, tensión interna del plano, capricho, juego, simetría, un sentido último no apresable a primera vista, movimiento de fuga: todo ello caracteriza al opus 5 de Matías Piñeiro, tercera de sus “shakespeareadas”, después de Rosalinda (2010) y Viola (2012). Las “shakespeareadas” son una serie de películas basadas en comedias de Shakespeare (Como les guste, Noche de reyes, ahora Trabajos de amor en vano, próximamente Sueño de una noche de verano), en todos los casos formas de diálogo o paráfrasis, en relación con las obras originales. Presentada en los festivales de Locarno, San Sebastián y Toronto, ganadora del premio a Mejor Película en la Competencia Argentina del último Bafici, en La princesa de Francia un elenco de actores ensaya Trabajos de amor en vano, con la intención de hacer de él un radioteatro. La idea es de Víctor (Julián Larquier Tellardini), que tras una estadía de un año en México vuelve al país, con esa puesta en la cabeza.El tema es que los miembros de un elenco son más que simplemente actores. Cinco de las seis chicas tienen o tuvieron una relación amorosa con Víctor, y el único miembro masculino del elenco, Guillermo (Pablo Sigal) está teniendo una aventura con su novia Paula (Agustina Muñoz). Natalia (Romina Paula) es su ex, pero no se convence de serlo; Ana (María Villar), su amante; Lorena (Laura Paredes), amiga y potencial affaire amoroso también. Condición extensible a Carla, recién integrada al grupo (Elisa Carricajo). La única que queda afuera del círculo de Víctor es Jimena (Gabriela Saidón). Aunque no del todo, ya que es la novia de Guillermo. La figura del círculo es esencial, no sólo al grupo endogámico que los protagonistas constituyen, sino al propio hacer de Piñeiro, que desde su ópera prima (El hombre robado, 2007) trabaja básicamente con el mismo grupo de actores y técnicos. Círculo, también, de obras de Shakespeare, que se cierran sobre sí mismas.“Todos traicionamos”, dice en un momento uno de ellos. No se trata del raro momento confesional de una trama de maquinaciones amorosas sino del texto de Shakespeare, con el que obviamente las intrigas de La princesa de Francia entran en diálogo. Como sus personajes, Piñeiro prefiere presentar hechos, encuadres, gestos y ritmos visuales antes que razones, motivaciones o móviles de conducta. Hay un culto del secreto, lo que no se ve, el fuera de campo, tanto en Víctor y los demás como en la concepción y puesta en escena de La princesa de Francia. “Le regalo postales sin motivo”, dice Jimena en relación a Ana, refiriéndose a unas reproducciones del francés Bouguereau, cuyo carácter de leit motiv podría residir exclusivamente en el carácter erótico de su pintura. Tanto como la recurrencia a Shakespeare, debida tal vez a la música de los diálogos, su cualidad rítmica, más que a tramas, sentido o personajes.Tanto como sus actores que hacen de actores, Piñeiro parece tenerlo todo pensado. Unos calculan encuentros, hacen alusiones en clave, regalan libros que funcionan como pruebas de traiciones. Todo, para producir reacciones en los otros. Piñeiro mide el tamaño de cada encuadre, la duración del plano, el momento preciso del corte, la relación entre los planos, para producir una música que no se expresa en notas sino en imágenes. Unos y otro traman para lograr placer. En un único momento, dolor: la notable escena en la que la novia, traidora y traicionada, deja ver su emoción en medio de la representación. En este bello artificio que se presenta como tal, máquina que parecería no necesitarlo, el espectador flota en un adentro-afuera que juega con él. Tanto como el cada vez más notable director de fotografía Fernando Lockett lo hace con luces y sombras, enfoques y desenfoques, brillos y superficies.
Otro gran acierto de Piñeiro Una novia, una ex pareja despechada y otra obsesiva y demandante, una amante, una pretendiente... Víctor vuelve a Buenos Aires después de pasar un año en México y está rodeado de mujeres con las que protagoniza una serie de enredos amorosos que son el corazón de La princesa de Francia, una más de las "shakespireadas" de Matías Piñeiro, director argentino afincado ahora en Nueva York. Más que novedades con respecto a las otras dos películas que forman parte de una misma serie (Rosalinda y Viola) basada en obras del célebre dramaturgo inglés, La princesa de Francia consolida un estilo, refina la estética de Piñeiro, ajusta el pulso de su particular enfoque de la comedia amorosa. La referencia más inmediata, se ha dicho bastante, es el cine de Eric Rohmer, uno de los realizadores más personales de la nouvelle vague francesa. Las virtudes de Piñeiro no son pocas: tiene pleno dominio de la puesta en escena, imaginación para explotar diferentes recursos visuales, convicción en la dirección de actores, habilidad para imprimirle ritmo a la narración e inteligencia para traficar información que ilustra sin sonar didáctica. Además de los bellos y contundentes textos de Shakespeare, en La princesa de Francia circula data que rara vez aparece en un mismo contexto: parte de la nutrida obra de William-Adolphe Bouguereau, pintor del siglo XIX valorado por los ricos de su época y aborrecido por Van Gogh y Cézanne, el pop luminoso de los Beach Boys y la inspirada música de Jvlián, de lo más interesante de la escena independiente porteña actual. Los personajes de las historias de Piñeiro son siempre jóvenes de clase media urbana que se mueven en ambientes bien determinados (teatros, museos, un club tradicional de Vicente López, en este caso), discuten sobre tópicos académicos y, por lo general, protagonizan entretenidas aventuras sentimentales. Hablan mucho, pero con un tono y un ritmo que se entretejen a la perfección con la narrativa visual del director, siempre grácil y fluida. Y son interpretados por un grupo de actores curtidos en la escena teatral independiente que responde con notable eficacia a las necesidades de Piñeiro. Ahí están para certificarlo Julián Larquier Tellarini, el atribulado protagonista en torno al cual gira la historia, dotando de misterio y seducción a su personaje y resolviendo con mucha pericia la exigencia de un primer plano sostenido, y Pablo Sigal, transformado por un rato en proto-rapper poético. Cargada de pliegues, superposiciones de puntos de vista y paralelismos, esta nueva película de Piñeiro denota convicción y honestidad. Y está llena de ideas, que no sobran en el cine contemporáneo.
Manipulame, que me gusta Cruza entre el universo de Shakespeare y el amor entre jóvenes, en un filme embelesador. La sutileza con que Matías Piñeiro envuelve los diálogos y con ellos las situaciones que atraviesan los personajes de La princesa de Francia vuelve a la película entre embelesadora y circular. La estructura atiende a ello: hay un protagonista central (Víctor) y una suerte de acompañantes, actrices, que giran a su alrededor... y él también resulta por momentos satélite de ellas. La manipulación de afectos -y con ello, de situaciones-, los celos amorosos y profesionales, el ego, la necesidad de amar, todo ello pasa tamizado entre conversaciones que se repiten, algunas dichos por otros personajes, o con mínimas variaciones. Víctor (Julián Larquier Tellarini) se va de viaje un año a México, y cuando regresa, planea reunirse con Guillermo y seis actrices para realizar una puesta de una obra shakespeareana en formato de radioteatro. Pero así como Paula (Agustina Muñoz) era su novia, en el regreso Ana (María Villar) lo corteja, y Natalia (Romina Paula), que también fue antes su novia, se suma a la melange, junto a Guillermo, Lorena, Jimena y Carla. Siempre se ha dicho que el cine de Piñeiro (Viola) tiene algo del mundo de Eric Rohmer. Y los enredos románticos están a la orden del día. Aquí el joven cineasta logra combinar diálogos de la obra de Shakespeare con otros originales de sus personajes, y no suenan forzados aunque claramente tampoco suenen realistas. Alguna escena repetida con distintas funciones para narrar el relato, o el plano secuencia con que abre la película (un partido de Fútbol 5, con cámara supina en el que un equipo va quedándose con menos jugadores, y el otro los va a crecentando) cumplirían un mismo objetivo. Con más suerte en el circuito de los festivales internacionales que en su salida comercial en nuestro país, La princesa de Francia -disfrutable, concisa, entradora- se estrena hoy en la Sala Lugones y el Malba, y en un par de semanas saltará al circuito comercial.
In La princesa de Francia, ‘cinematic choreography’ acquires a whole new meaning La princesa de Francia, winner of Best Film in the Argentine competition in this year’s BAFICI, is Matías Piñeiro’s third Shakespearian outing, following Rosalinda and Viola. It is also one that comes with two significant variations: it has a male protagonist and it’s narrated from several different points of view. It’s also a film where the camerawork is more dynamic and visuals are as important as the dialogue. Victor (Julián Larquier) is a young theatre director with a penchant for radio broadcasts (another new addition) of Shakespearian versions. He is desired by several women at once, all of them actresses: his current girlfriend, his ex-girlfriend, his lover, his friend, and a lover he had long, long ago. After living in Mexico for a year, Víctor returns to Buenos Aires because of his father’s death. He wants to put together a small company for a project involving a series of radio broadcasts loosely based on the last play he directed. Being desired by so many women at once, it shouldn’t come as a surprise that new romantic relationships are likely to surface in addition, perhaps, to rekindling previous ones. Not that they all will indeed transpire, but there are many possibilities that could lead to both joys and disappointments — because love is unpredictable. Musical and pictorial references — Schumann and Bouguereau among them — together with an uncanny sense of mise-en-scene where less is more, gripping cinematography by Fernando Lockett, and finely-tuned performances by Agustina Muñoz, Romina Paula, María Villar, and Laura Paredes make up an unclassifiable feature where the term “cinematic choreography” acquires a whole new meaning. Not to mention the witty dialogue rhythmically uttered at the speed of light that encompasses the characters’ erratic — and sometimes circular — movements. This time, every single aspect of the language of cinema has been very well executed. And like Piñeiro’s previous features, La princesa de Francia is a highly stylized work; although it goes for a spontaneous air when it comes to the characters’ way of speaking and behaving, it also deliberately stresses its strong formalism and artifice — like some of the auteurs from the Nouvelle Vague did, as they were also concerned with sentimental liaisons. Here style predominates over content, and while the artistry is to be praised, it may also become undesirably overwhelming and somewhat monotonous for some. Perhaps more emphasis on the drama than on manners would make a more balanced feature, one that doesn’t call so much attention to its film form. Then again, that would mean making a different film from the one Piñeiro wanted to make, that is to say one, a film that would cater to a more general audience. Which doesn’t make any sense, since any artist has to express himself any which way he or she wants. Personally, I didn’t find La princesa de Francia too engaging or particularly interesting, despite its many formal achievements. But it’s precisely their formal achievements what make it quite a good film. Whether you like it or not is an altogether different issue. Where and when Sala Leopoldo Lugones (Av. Corrientes 1530) / MALBA Museum (Av. Pres. Figueroa Alcorta 3415), Friday at 8 pm. Production notes La princesa de Francia (Argentina, 2014). Written and directed by Matías Piñeiro. With Julian Larquier Tellarini, Agustina Muñoz, Pablo Sigal, Gabriela Saidón, Romina Paula, María Villar. Cinematography: Fernando Lockett. Art direction: Sebastián Schjaer. Running time: 70 minutes.
EL CINE COMO FUSIÓN DE TODAS LAS ARTES Desde el minuto cero, La princesa de Francia de Piñeiro, muestra su artificio. Un artificio que revela la introducción a una obra de un realizador que opta por las temáticas clásicas, pero de forma extrema y arriesgada; huellas de un cine que se muestra consciente de su lenguaje y dueño del don de poner en imágenes y sonidos las escenas de la vida cotidiana transformadas en arte. Suena Schumann y el filme abre con una escena que será difícil olvidar y que marca antecedente en la filmografía independiente nacional. El viaje cinematográfico comienza desde un balcón de un piso alto, y en esmerado sobrevuelo la cámara inventa un recorrido de zoom in hacia la acción que se percibe tímida desde lo lejos: un partido de football que más que un deporte parece la perfecta coreografía de una compañía de danza. De gran logro técnico y con suma originalidad, el comienzo de La princesa de Francia, se deja ver culta, bella y armónica. Su historia es sencilla, Víctor regresa a Buenos Aires y es su historia de amor (desamor y exceso del mismo) lo que la película narra entre líneas. Víctor se encuentra con su novia, su ex, su amante, etc. Pero extraña a Paula. ¿Realmente extraña a Paula? Digo entre líneas porque lo más sobresaliente del filme no es su tema, sino la forma en la que se presenta, porque Matías Piñeiro es un cineasta de mundo que trabaja en dos sentidos, por un lado con la intertextualidad (variopinta y cuidadosamente seleccionada) como caballito de batalla y por el otro, con la superposición de niveles temáticos y retóricos que complejizan la experiencia del espectador, invitándolo a la reflexión, pero también al guiño humorístico y la complicidad. El título de la película no es casual, sino más bien, una muestra concreta del trabajo de relaciones interdisciplinarias con las que se busca crear. “La princesa de Francia” es un cuadro inserto en el academicismo francés del siglo XIX bajo la firma del artista William. A. Bouguerau. En él es sencillo ver la forma en la que se representa la figura femenina (su cuerpo blanco, pulcro y sensual) en una feroz batalla apasionada por la posesión del único ser masculino del cuadro. Cualquier semajanza con lo narrado en el filme no es pura coincidencia porque la forma clásica y la representación mitológica recuerdan que la historia de Víctor y sus mujeres no es sólo sentimental sino también física, descarnada e intelectual. A su vez, Piñeiro es la tercera vez que elabora una versión libre de un texto de William Shakespeare (al parecer más de un William lo inspira) y pone en evidencia la no tan novedosa idea del valor actual de aquellas líneas isabelinas, al mismo tiempo que pone en marcha un procedimiento en el cual se arriesga a fusionar dos artes enfrentadas históricamente, el cine y el teatro, la repetición sin aura ante la experiencia de la vivencia del aquí y ahora (siempre distinto y transformador). Es así como La princesa de Francia, enamora los sentidos y activa procesos conceptuales que hacen de la película una experiencia sensible y atractiva para la mente. ¿Quién no tuvo una historia de amor intelectual? Por Paula Caffaro @paula_caffaro
Matías Piñeiro es uno de los grandes valores locales de este Nuevo Cine Argentino. Eso es indiscutible. Llega hoy el cierre de una trilogía en la que el director trabajó sobre tres obras de William Shakespeare (a saber, "Rosalinda" contenía textos de "Como Guste", "Viola" de "Noche de reyes" y esta última, "Penas de amor perdidas") buscando transpolar y conectar esos clásicos con situaciones cotidianas, de mujeres (principalmente) viviendo en nuestro tiempo y ciudad. Los resultados han sido (en todos los casos y dejando de lado particularidades) alentadores y originales, siendo "La princesa de Francia" el último opus de esta serie que desde mañana podrá verse en la Sala Lugones y en el Malba. No es usual entre nuestros cineastas condensar un texto puro y generar una conexión con un escenario moderno, en el cual esas palabras e ideas tengan espacio para ser recreadas. Piñeiro ha demostrado ser un especialista en esto. En esta entrega que cierra la saga, tenemos sin embargo una gran novedad con respecto a las anteriores, aunque no necesariamente una que haga la diferencia. Por primera vez hay una figura masculina central dentro de la propuesta. A diferencia de "Rosalinda" y "Viola" que eran "universos femeninos", "La princesa de Francia" trae a un joven seductor que regresa de una larga estadía fuera del país para concretar un proyecto de dramatización shakespeareana en formato radio. Víctor (Julián Larquier Tellarini) pasa a ser figura medular de una trama donde la seducción y la traición (amorosa) se juegan en cada momento. Tiene novia, amigas, ex-amantes y toda una troupe que se ve conmovida con su regreso, aunque nadie tenga muy claro que sucede realmente a nivel vincular hasta el cierre mismo de la historia. A pesar de que podría pensarse que la llegada de un hombre convocaría a un quiebre positivo (disruptor, pienso), eso no sucede. Tellarini ofrece un perfil de hombre contradictorio a la hora de encarar su composición y no logra despertar interés en el espectador. Las musas del director ( a saber: María Villar, Laura Paredes, Agustina Muñoz, Romina Paula, Elisa Carricajo y Gabriela Saidón) regresan con su fuerza interpretativa intacta. Pero esta vez, la ecuación se desbalancea, los chicas son fibra y encanto, y el seductor, no alcanza la misma intensidad. Dentro de ese escenario, hay más escenas al aire libre (la secuencia de apertura muestra el talento de Piñeiro) y una saludable intención de migrar hacia un cine más abierto y menos hermético en su concepción que los anteriores (en definitiva, es una historia de amor con los vaivenes que se produce entre gente joven). Sin embargo, en algunos tramos, el exceso verborrágico de los diálogos originales de la obra en que se basa, apabullan al espectador promedio, alejandolo de la empatía que las mujeres de la obra convocan. Quizás un poco por debajo de "Viola" (que ostenta un timming único y fantástico, según este cronista), pero manteniendo la calidad habitual en sus trabajos, Piñeiro cierra estos episodios que homenajean al gran dramaturgo inglés. Festivalera y ganadora de la competencia argentina en BAFICI de este año, "La princesa de Francia" es un producto con inconfundible sello propio para tener en cuenta.
Pero ese regreso no sólo será motivo de “trabajo” porque justamente en ese volver habrá algunos reproches y también algunos histeriqueos entre los protagonistas que resucitarán algunos temores y miedos en unos, pero también una pasión irrefrenable ene otros. Un libro, una postal, un museo en el que el jugar a la escondida del “tercero” en cuestión, habilita algún roce basado en mentiras, que van conformando el microuniverso de “La princesa de Francia” y sin dar respiro al espectador. En la escena inicial, en la que música clásica acompaña a un grupo de jóvenes jugando al fútbol, Piñeiro establece el campo de acción. ¿A quién corren? ¿Por qué lo corren? ¿A dónde van? Los jóvenes deambulan por la noche y por los lugares en los que tienen sus rutinas expectantes por el devenir de sus pares. Dialogan, muy verborrágicamente, porque si hay algo que les gusta hacer justamente es eso, hablar, rápido y mucho. Este punto es uno de los claros rasgos identificatorios de la obra del director, sean diálogos originales o la lectura y preparación de alguna escena clásica del teatro de Shakespeare, la palabra como generadora de sentido y margen de la puesta en escena. Y mientras hablan, la cámara se reposa en detalles, en cuerpos, en rostros, en objetos sin siquiera pensar en cuáles, como cuando dos mujeres dialogan mientras una intenta recuperar el estado de un viejo sueter con una máquina de afeitar. Tan solo en ese gesto que recupera impone su estilo. Piñeiro cuenta anécdotas, e hilvana situaciones para conformar sus historias, y para esto convoca a un elenco de actores, muchos de ellos desconocidos para la mayoría del público general, pero que en el ambiente son sumamente conocidos y agregan un gran interés para aquellos que vienen siguiendo la filmografía del director. En esta oportunidad el trabajo de Julián Larquier Tellarini es de un nivel notable que termina opacando al resto del grupo, casi la situación similar que en su anterior filme sucedía con María Villar, pero que sin el apoyo del resto, y la notable dirección de Piñeiro, quizás no lo podrían conseguir por sí solos. “La princesa de Francia” no es la mejor película del director, pero logra con dinamismo y lo concreto de su historia (breve, por cierto) generar empatía, una vez más, con un grupo que busca algo y que seguramente nunca llegarán a encontrarlo.
Las películas de Matías Piñeiro suponen un desafío para la crítica de cine. ¿Cómo hacer para que las palabras den cuenta, aunque sea pobremente, de la gracia de sus movimientos, de la elegancia de sus planos, de la belleza de sus intérpretes?¿Cómo recomponer al menos una pequeña parte de la fluidez de esos cuerpos cuidadosamente orquestados que, sin embargo,parecen desplazarse libremente por el encuadre? Con La princesa de Francia, el universo piñeirano y la serie de las Shakespereadas suma un esperado nuevo capítulo: de nuevo Shakespeare, una obra de teatro radial, unos amores y engaños convenientemente cruzados, las variaciones y repeticiones de un mismo motivo; el cine de Piñeiro, igual de lúcido y festivo que siempre, parece haber nacido maduro, siempre y cuando entendamos madurez no como la rigidez o el respeto de las normas, sino como plenitud estética, como la cumbre de un arte. Para muestra basta un botón, o acá un plano, el que abre la película con una coreografía en una cancha de fútbol 5 al ritmo de Schumann. Ya en ese comienzo queda claro que sus protagonistas, eternamente engarzados en romances, lecturas, conspiraciones y ensayos de teatro, son los seres más libres que el cine argentino haya podido imaginar.
Cuenta las andanzas de un puestista con fama de caburé, rodeado por seis mujeres: la actual, la otra, la ex que quiere reactualizarse, la amante, la amiga que podría ser amigovia, y la que todavía no clasifica pero puede encajar en algún momento. El ambiente en que se mueven es el teatro con extensión al radioteatro, el baby fútbol light, la música y la pintura. La intención, brindar un juego intelectual. Para ese juego, Matías Piñeyro repite escenas cambiando personajes, repite también diálogos, distribuye charlas que apenas se oyen, sostiene recursos teatrales, mantiene su característica ligereza, confunde un poco, aburre a unos cuantos y fascina a los "coolesterosos", como diría Capusoto. Figura de referencia, el cuadro "Ninfas y sátiro", de William Adolphe Bouguereau, con modelos rellenitas dignas de contemplación. También, personajes y situaciones de "Trabajos de amor perdido" reinterpretados a gusto y piacere, como un Shakespeare resumido por Taringa.
Los sábados de 16 a 18 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli. Un espacio dedicado al cine nacional e internacional. Comentarios, entrevistas y mucho más. ¡No te lo pierdas!
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Marías Piñeiro vuelve a Shakespeare después de Rosalinda y Viola. Narra la historia de cinco chicas y un joven alrededor de una puesta radiofónica de Trabajos de amor perdidos, pero esto no es ni teatro ni radio sino cine, puro y de un ritmo depurado, que permite el surgimiento del humor, de la tristeza, de la ironía; de lo humano pura y simplemente. Piñeiro es de lo mejor que le ha pasado al cine nacional y crece de película a película. Es hora de descubrirlo.
Screwball Shakespeare En su nueva película, Matías Piñeiro tiene un objetivo: la recarga de todos los símbolos que han hecho de su cine uno de los más reconocibles dentro del amplio panorama actual del cine nacional. El juego con los puntos de vista se multiplica, el relato coral engrosa, el abordaje de lo popular mezclado con lo intelectual va del papi-fútbol al Museo de Bellas Artes, y el acercamiento a la obra de William Shakespeare no falta, aunque aquí su obra se refracta en múltiples referencias. Todo eso ingresa en La pincesa de Francia, a lo que se suma una textura de screwball comedy que termina por ajustar aún más el conjunto: esas múltiples ideas encuentran en el atajo de los diálogos veloces y ásperos de las comedias norteamericanas de los 30’s y 40’s una solidez que permite disfrutar completamente la película sin bifurcaciones innecesarias. Pero el mayor acierto de Piñeiro es hacer de su juego estético algo ligero, incluso divertido y que fluye con envidiable velocidad. Del bardo, el director toma prestada esta vez cierta estructura y la temática de Trabajos de amor perdidos. Lo pone en diálogos que son textuales, pero también en la construcción de personajes que se parecen un poco aquellos, o que tienen algunos de sus rasgos, como también así en referencias y en la presencia física de libros que se prestan y van de mano en mano de los personajes. Personajes, además, que trabajaron tiempo atrás en una puesta en escena de Shakespeare y que ahora, regresado el director al país luego de una estadía en México, se ponen en la tarea de desarrollar un radioteatro sobre aquella obra. Los protagonistas no sólo vivencian lo escrito por Shakespeare para asimilarlo en la representación, sino que además sufren en carne propia el oprobio de los amores cruzados, los engaños, las traiciones, los silencios, pero todo con un aire pícaro que campea alegremente. Dos varones, seis mujeres. Han pasado cosas entre varios de ellos. Esto, que podría ser material para un drama romántico convencional, sirve para que Piñeiro dé rienda suelta a su creatividad: hay planos secuencias memorables, como el que abre el film, y una recurrencia al sueño como forma distorsionada de la realidad, también puntos de vista que se confunden y que sostienen el leitmotiv de la película, un cuadro de William-Adolphe Bouguereau en el que un hombre es tironeado por varias mujeres. Las ideas se apilan en el film de Piñeiro, pero son ideas que construyen sentido y nunca están ahí por mero egocentrismo. Como las citas intelectuales, de las cuales el realizador se encarga que sean justificadas y hasta fundamentales en la elaboración del relato. Pero la apuesta definitiva de Piñeiro en La princesa de Francia son los diálogos. Como en las comedias con Cary Grant y Katharine Hepburne los personajes hablan. Mucho. Se pisan cuando hablan. Se amontonan. Y si bien por momentos el tour de force verbal luce algo impostado (en la escena del Museo, por ejemplo), cuando los actores encuentran el tono la película impone un ritmo endiablado, que hacen mucho más cortos sus ya de por sí cortos 65 minutos. En ese recurso del lenguaje hay una decisión de puesta en escena, que favorece el lunatismo de la multiplicidad de puntos de vista, y que relaciona a la película con cierta idea de comedia universal, incluso de la comicidad como una de las formas de la supervivencia: y reconoce en las comedias de Shakespeare un anticipo de aquellas screwball tan populares. Piñeiro se da todos los lujos en La princesa de Francia, pero su película nunca suena caprichosa: es un juguete atrevido que desestructura el relato con la mirada inteligente de un autor impar.
Insoportable levedad En los primeros segundos, una voz en off anuncia la interpretación de la Primera Sinfonía de Schumann; seguidamente, Lorena, amiga del protagonista y depositaria de los valores de fraternidad, sale al balcón y echa una mirada nocturna de 180º que, de ser fiel, acabaría con la actriz en una ambulancia. De iluminadas ventanas indiscretas a una cancha de Fútbol 5, el vuelo de águila acaba aterrizando en las bambalinas de una representación teatral. Allí, finalmente, Lorena encuentra al amigo, el protagonista de este nuevo minicapítulo en la filmografía de Matías Piñeiro, el más shakesperiano de los directores locales. Víctor (Julián Larquier Tellarini) es un dramaturgo talentoso que teje las mejores conspiraciones en la vida real. Como en Rosalinda y Viola, Piñeiro intercala textos de Shakespeare, pero en este caso, además, instala la obra de William-Adolphe Bouguereau (en especial su Venus) como superficie asible del deseo, sobre la cual el director de fotografía Fernando Lockett se explaya con inusual desenfreno. Oblicuamente, todo Víctor remite a Macbeth. Es un desertor al que sus actrices desertan, tanto en su vida como en su obra, mientras Guillermo (Pablo Sigal), su mejor amigo, es un Banquo que lo traiciona a plena luz y sin medias tintas. Pero lo fundamental en el film, como en todo Piñeiro, es la virtualidad de la acción. Víctor imagina un hecho en tres desarrollos distintos, y hasta se atreve, con la venia del director, a tergiversar el final. Esta idea se persigue hasta cuando terminan de rodar los créditos. El cine de Matías Piñeiro instala un “nosotros” endogámico, que arranca en gimnásticos diálogos y finaliza en quebradizos romances. Es una proeza técnica para el más apático de los comentarios sociales.
uegos de amor en vano Basada libremente en “Trabajos de amor en vano” (de Shakespeare), el más reciente film de Matías Piñeiro nos presenta esta vez a un hombre en el centro del relato, envuelto por múltiples mujeres, como en el cuadro de Bouguereau tan presente en la película. Víctor vuelve a Buenos Aires después de haber estado un año viviendo en México, para reencontrarse con una compañía de teatro con la que trabajó en el pasado. Dentro de ese grupo de actores y amigos volverán a surgir las historias de deseo y/o de amor: las concluidas, las inconclusas y, también, las jamás empezadas. Ya conocemos el estilo y la elegancia de Piñeiro a esta altura de su filmografía, y cómo disfruta enlazar parlamentos de Shakespeare con los de los personajes, haciendo que un espectador sin demasiados conocimientos del tema pierda conciencia de dónde empieza y dónde termina el recurso de la cita. Este virtuosismo no alcanzaría por sí sólo a hacer que el film sea bueno; lo verdaderamente valioso es que en este mar de intertextualidad, incluso un espectador desinformado puede entretenerse. Las actuaciones también están en el mismo tono que en sus films anteriores, con una artificialidad que parecería diseñada para el frívolo universo en el que viven los personajes, haciendo que todo el ese mundo enrarecido de la diégesis mantenga su organicidad. La puesta en escena sigue el espíritu lúdico del film, tomándose la puesta de cámara como un juego que tiene momentos cómicos y hermosos. Este juego, sin embargo, no tarda en encontrar sus propias reglas (estar seguros de que a un plano de alguien hablando seguirá el de su interlocutor puede ser tan aburrido como saber que sólo habrá un corte cuando pasemos a la próxima escena). Quienes entren a la sala de cine buscando juegos del lenguaje cinematográfico saldrán encantados por la forma en la que el film se enlaza con otras artes buscando -y encontrando casi siempre- una originalidad; quienes esperamos salir con “algo” (ese “algo” a veces indefinible que nos puede dejar el cine) nos encontraremos deseando más.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Las curvas del deseo La princesa de Francia es la nueva película del joven director argentino Matías Piñeiro (Viola), que esta vez indaga en la vocación inquieta del deseo. "El deseo es curvo”, dice un famoso intelectual en un libro recientemente publicado, y será por eso que es tan difícil saber qué se quiere y a quién se quiere. De pronto la atracción se dispara para un lado que no se esperaba. El objeto de deseo es móvil, fugaz, variable. Este movimiento del deseo, nunca lineal, siempre zigzagueante, es lo que define las comedias ligeras inspiradas en textos “menores” de Shakespeare del talentoso realizador Matías Piñeiro. El movimiento (del deseo) es la palabra operativa por excelencia, el concepto que dinamiza todo lo que sucede en el plano. Véase el plano secuencia inicial, tan imponente como genial. Lorena está en la terraza de su casa, alguien la llama a los gritos, y ella sale a las apuradas para sumarse al partido de fútbol. Mientras recorre el trayecto para llegar, la cámara la espera y muestra lo que sucede en la cancha. Imperceptiblemente, el juego se transformará en una coreografía (un primer movimiento), y todo será visto en un plano secuencia. Si esta escena no alcanza para entender una poética, está también la que tiene lugar en el museo de Bellas Artes de Buenos Aires y una escena final en una plaza. Deseo y movimiento. El argumento es aquí casi anecdótico, y no por eso se trata de un filme minimalista. El padre de Víctor ha muerto. Él viajará a México por un año. Al regresar, el joven invitará a sus amigos (casi todas mujeres, y más de la mitad del elenco, novias o amantes) a grabar un radioteatro basado en textos de Shakespeare. Volver implica para el joven Víctor reanudar o no su relación con Paula, que a su vez ahora sale con Guillermo, como también dejar de tener o no una relación secreta con Ana, que además está embarazada de otro hombre. La forma de contar todo esto es lo novedoso: el deseo es curvo, y el relato también. Paula recuerda cuando conoció a Víctor en una fiesta; Víctor imagina situaciones posibles de lo que puede llegar a vivir con Paula, Ana e incluso con las otras “princesas”. Todo eso sucede sin aviso en el flujo del tiempo presente del relato, y la cadencia y yuxtaposición de tiempos es asombrosa. El sustantivo propio Shakespeare puede generar falsas expectativas. No hay aquí monólogos, ni arrebatos discursivos en los que se desnude la complejidad del alma humana. La presencia de los textos es ostensible pero heterodoxa: Noche de reyes se oye en alguna oportunidad y un ejemplar de Trabajos de amor perdidos es un objeto clave de la trama, pero no se trata estrictamente de una adaptación, aun cuando el espíritu de liviandad de las comedias esté aludido e incorporado. El único déficit del exquisito cine de Piñeiro reside en que sus personajes transitan por una realidad demasiado cerrada en sí misma. La literatura es una esfera de protección que mantiene a distancia el costado sucio de lo real. Es un límite impuesto, demasiado evidente, un recorte que neutraliza el ruido del exterior. Aun así, el acotado mundo de superficies de Piñeiro es esplendoroso. Ningún director argentino sabe filmar tan bien la hermosura de lo efímero.