La Patota

Crítica de Nicolás Prividera - Con los ojos abiertos

La patota venía desde su misma concepción precedida por una voluntad “polémica” que buscaba sin embargo despegarse de la paradójica sombra de su predecesora (a la que invoca desde el título pero está lejos de ser un “clásico” a reivindicar), como si no confiara en su propia respetabilidad o en las virtudes puramente cinematográficas con que afronta ese lance. Pero no se trata tanto de que la película homónima de Daniel Tinayre sea imposible de obviar como turbio antecedente, sino de que La patota de Mitre la sigue con más fidelidad de la que está dispuesta a asumir.

Recordemos que Tinayre fue un realizador que, a pesar de su gusto por la fotografía sugestiva y la puesta en escena sofisticada, derivó sin entusiasmo pero sin pausa en una suerte de explotation de qualité. Si con Deshonra (acaso la película más taquillera del cine argentino) inauguraba el género que haría las delicias de los valijeros en los ochenta con subproductos como Atrapadas, con La patota se aproximaría al por entonces incipiente dúo Bo-Sarli al poner en escena la violación de su mujer en la vida real, la inmortal Mirtha Legrand que hoy posa en la promoción de esta remake producida por su nieto, con Dolores Fonzi salvando con su propia convicción actoral los devaneos de esa “maestrita de los obreros”: en la lucha entre los ideales y la realidad, dice La patota de ayer y hoy, solo se puede ser consecuente asumiendo esa brecha como inzanjable (y haciendo el papel del progresista bobo que tanto gustan satirizar los asumidos cínicos).

Pero Mitre no es un cínico sino un cineasta (política y estéticamente) “correcto” que juega a no serlo sin propasar sus propios límites. El problema de La patota es que está tan atada a la premisa de Tinayre como a su título original: no es solo que todo gire en torno a la justificación de la extraña actitud de su protagonista, sino que la película misma se vuelve un mero andamiaje construido alrededor de la (in)necesaria escena de la violación y sus consecuencias. En ambos casos, con una trampa argumental evidente: cruzar el ultraje con su (in)esperado resultado. Y en ambos casos la excusa es una suerte de vocación “mística”, que podía sostener un final feliz hace medio siglo pero no alcanza, ni con laicización y final abierto mediante, para que no chirríe hoy. Metido en la camisa de fuerza de Tinayre, Mitre intenta aggiornar La patota a la sensibilidad moderna y (merced al tratamiento dardennesco del inflexible punto de vista de su protagonista) asume, con profesionalismo pero también con temor y temblor, el consabido ademán de verter vino nuevo en odre viejo.

Basta ver como transforma las clases de Paulina, que de impartir Psicología (tema afín a su más comprensible “comprensión” de los bajos fondos) en esta versión pasa a dar un curso de “formación política” que desnuda las contradicciones del director (y su coguionista Mariano Llinás) antes que las del personaje, quien parece tener –para decirlo en criollo– un corso a contramano. Pues es notablemente inverosímil que una militante (capaz de echarle en cara a su padre su militancia en el PCR, partido que desconoce la mayoría de los espectadores pero cuya mención funciona como contraseña de diálogo “político” en film idem) le diga a sus educandos que es su “empleada” (solo le faltó agregar “a la que ustedes le pagan el sueldo” para completar un kit del cualunquismo reaccionario), o asumir la democracia como una cuestión de “reglas” y no de contrato (con la consiguiente puesta en cuestión de las mismas por una clase que hace bien en rebelarse ante tanta inconsistencia). Se trata de una distanciada visión de “la política” de claro cuño liberal (en el sentido más oscuro y argentino de esa buena palabra): es eso lo que la vuelve lejana a pesar de su continua explicitación, y no la tensión presente en cada (encuentro de) clase.

La patota juega a extremar todos los presupuestos en busca del conflicto (ese lugar común del guionista y el politólogo). Pero no hacía falta irse hasta Misiones para encontrar esa dificultad de comprensión (esos alumnos que hablan su propia lengua): si se quería escapar al “imaginario de la marginalidad” del conurbano bonaerense (“hoy cristalizado en el cine argentino” dice Mitre en una entrevista, como si el cine de Campusano fuera igual al de Trapero, por ejemplo), lo único que se logra aportar como novedad son “los paisajes únicos que proveen la selva y la tierra roja”. Pero el malón sigue tan indiferenciado como lo plantea el viejo título (la película nos descubre a “los salvajes” mirando fijamente a su futura presa desde una colina, como parte del paisaje), tan silencioso como en Los posibles. (1) Salvo por “el jefe”, un obrero que parece ofrecer un contrapunto al personaje de Paulina, que la película hace literal al adoptar su punto de vista para volver a contar la situación previa a la violación, elaborando una justificación paternalista, psicologista, o simplemente absurda (su reacción vendría dada por el rencor hacia una mujer que lo dejó, cuya moto monta Paulina…). (2). Una vez más, el punto ciego de Mitre está precisamente en aquello que (a)parece en primer plano: si en El estudiante era “la política”, aquí es “el Otro”. La patota asume a rajatabla el punto de vista de su protagonista pero a la vez no termina de asumir su mirada de género y clase. Y, como su protagonista, parece demasiado segura (aunque nunca quede claro, ni siquiera para ella misma, por qué hace lo que hace. (3)

Como si desoyera la sensatez que el mismo guión pone en boca de todos los personajes menos el que elige seguir ciegamente (el padre, la psicóloga, la amiga que le dice desde el inicio “no les tengas lástima”), la película debe sostener lo insostenible al adherirse a su protagonista excluyente (no en vano la versión internacional de la película lleva su nombre): Mitre asume que La patota se centra en la “convicción” de su personaje (4), pero evidentemente no se trata de la convicción política según Max Weber (esa ética opuesta a la de la responsabilidad) sino del mero “mesianismo”, como afirma el personaje del padre, quien sí aplica de principio a fin una lógica política: “argumentame”, le dice a Paulina, que obviamente no puede explicar sus determinaciones y simplemente las encarna. Ese redentorismo sacrificial se relaciona con el martirologio setentista de cierta izquierda radicalizada (no la del PCR, precisamente, que era distanciadamente maoísta). Pero aquí ni siquiera hay algún atisbo de racionalidad política puesta en juego, sino la evidente confusión entre el derecho a la determinación personal (en el caso del aborto) y la justificación de la impunidad (en el caso de la violación). (5)

Y la justificación “política” que enarbola Paulina es precisamente el binarismo donde la política acaba: si solo queda optar entre los apremios ilegales o la impunidad, lo único que resta asumir es el fracaso mismo de la política. Esa es la dimensión profundamente conservadora del “liberalismo” entendido de modo fanático, en la que el personaje de Paulina termina cayendo como heroína iluminada. En cualquier Estado moderno, no importa lo que opine la víctima sobre su victimario (da lo mismo si quiere lincharlo o perdonarlo, digamos): la Justicia (como institución, no como ideal) no puede estar en discusión, aunque no siempre esté bien aplicada su ley. En todo caso, se trata de una discusión sobre el sistema penal (su consuetudinario clasismo) y no sobre el sistema judicial, sin el que volveríamos a la selva (como ese edificio ominoso que se deja ganar por la naturaleza, en otra deuda a la imaginación de Tinayre). Pero a la película no le interesa esa discusión pública, sino el drama íntimo. El drama “blanco”, digamos, haciendo juego con las almas bellas de Fonzi-Legrand, reunidas bajo el mismo rostro de ángeles desnudos, que son una proyección de los Grandes Dilemas morales de su clase. Se trata del “¿qué harías si…?” que Paulina y su padre juegan en su diálogo final, como en el viejo teatro ibseniano, que no se rompe con planos secuencia o finales abiertos, porque las cartas están marcadas de entrada (¿queda algún espectador que no sepa desde la primera escena que Paulina se rebela, y que finalmente será libre de juzgarla quien esté libre de pecado?).

Mitre ha hablado del Rossellini de Europa 51 (y habría mucho para decir del equívoco que introdujo en el cine moderno la adoración incondicional de los films del matrimonio Rossellini-Bergman vía la Nouvelle Vague, o acaso de todo el Rossellini más abiertamente milagrero), pero bajo esa cita venerable se encuentra algo más cercano al consabido Tinayre: los films de Fernando Ayala, que de sus inicios prometedores derivó finalmente hacia El arreglo (en su mejor versión del drama de la convicción) o Sobredosis (en la peor). No en vano Ayala había sido reconocido por aquel primer NCA como uno de sus iniciadores, en los mismos tiempos en que Tinayre usaba a los mismos actores para ilustrar su patota sesentista (como nos recuerda Fernando Martín Peña, la imagen de esos jóvenes violando a la gran estrella resume lo que la industria pensaba de esos marginales). Para cuando Tinayre filma su última película (La Mary, otro retrato de una obsesión que solo era una excusa para mostrar las dotes no precisamente actorales de Susana Gimenez), Ayala ya estaba en franca decadencia, continuando la saga de películas sobre hoteles-alojamiento iniciada por el mismo Tinayre con La cigarra no es un bicho.

Probablemente hoy esa integración de lo que alguna vez fue un Nuevo Cine Argentino en lo más conservador de la industria no presente rasgos tan evidentes, ya que buena parte del nuevo NCA nace con una impronta no tan lejana a ese cine, al que usualmente se limita a pulir con esmero digno de mejores cometidos. Esa es la diferencia entre las óperas primas de hace veinte años y las que podemos apreciar de un tiempo a esta parte, con buena parte de aquel NCA ya convertido en parte del sistema. De hecho El estudiante –la presentación en sociedad de Mitre– bien podría haber sido producida por Telefé, aunque la joven promesa siga respondiendo “No” con la misma ambigüedad que su protagonista. (6)

Notas:

1. “Si la película se propusiera plantear en serio un dilema político, la salida narrativa del duelo argumentativo en que están enfrascados padre e hija tiene que conducir al pueblo. Política sin pueblo es cualunquismo (y ahí se paralizaba El estudiante). Desde el punto de vista dramatúrgico, lo mismo: lo único que puede romper el encierro dialéctico de los antagonistas es la aparición de un tercero. El ‘objeto’ de los desvelos de Paulina, eso de lo que su padre quiere alejarse: el pueblo. Es ahí y no en la oposición moralista entre pragmatismo e idealismo donde se juega la política de la película. (…) ¿Cómo filmar al pueblo? Si no antecediera el contrato que exige que Paulina tiene que ser violada, la película jugaría ahí la posibilidad de complejizar la discusión inicial, de someterla al principio de realidad. Pero Fonzi tiene que ser violada, tal como lo fue Legrand hace más de 50 años. (…) La patota violadora no es siquiera una patota sino más bien una horda. Si digo ‘horda’ para referirme al grupo de los violadores es porque, curiosamente para una película que los menta desde su título, no es capaz de forjarlo como un grupo de personajes dramáticamente diferenciados. La visión que la película propone del universo popular es un amasijo de violencia primordial en el que prevalecen las pulsiones animales. (…) Nadie, ni ella ni ellos puede tirar un puente hacia el otro, con lo que la política queda esencialmente negada.” Oscar Cuervo, “La patota”, en www.tallerlaotra.blogspot.com.ar, 24 de junio de 2015.

2. “En la versión de Mitre la violación estaba destinada a una chica de la misma clase que a lo sumo era culpable de ser mujer y de gustarle el sexo. Porque al sexo legal, decente y con forro que tiene Paulina con su novio de hace quince años se contrapone en la película, como una provocación, el sexo de los pobres, la chica que arrodillada le chupa la pija a un brasileño”. Marina Yuszczuk, “La decisión de Paulina”, en Pagina12,19 de julio de 2015.

3. Paulina cita a su violador en el lugar del crimen. No se entiende por qué no le dice ahí mismo lo que tiene para decir, ni que sería lo que necesita decir. Finalmente, es el silencio lo que termina también por definir a su personaje, como si después de someternos a largas conversaciones que ponen en escena posiciones asumidas de antemano (como el plano secuencia inicial), la película asumiera que solo queda en pie la mudez habitual en el NCA.

4. “Decidimos que así como no había que juzgarla tampoco había que entenderla, sino acompañarla. Convertirla en este personaje que interpela, que va en contra de su moral de clase. (…) Me interesa el potencial de algo que es interpelador, problemático, que genera pensamiento, y reflexión moral. Creo que La patota es una película muy moral.” Entrevista de Mariano Kairuz, “En memoria de Paulina”, Página12, 7 de junio de 2015.

5. “En un momento, el padre le pregunta a su hija si, en caso de que quien la hubiera violado fuera su propio novio, no hubiera decidido hacerse un aborto. ‘Sí’, responde ella. Es claro: el problema no es la violación, sino haber sido violada por pobres. Discriminación positiva. El aborto está bien si la violación viene de la clase media, pero si la que viola es la clase baja, quien viola ya no es una persona sino el producto de un mundo injusto. Los espermas que llegaron hasta el útero de Paulina no son los de un individuo, sino los de una figura, un representante de clase”, dice Marcos Rodríguez en un texto que analiza con precisión “el habla de la ideología” en La patota: http://www.hacerselacritica.com/derecho-al-aborto-la-patota-por-marcos-rodriguez/

6. Como resume Marcos Vieytes: “Santiago Mitre forma parte del giro hacia la industria –estructuras narrativas y de producción convencionales- que se observa entre algunos ‘independientes’ como Pablo Trapero o Mariano Llinás en su faceta de guionista. No sólo como director, también es uno de los guionistas de las últimas películas de Trapero en las que ese giro se viene llevando claramente a cabo. El internacionalismo al que aspira ese cine por razones lógicas de mercado suele ser estética y políticamente convencional. Me recuerda el humanismo conservador de las películas liberales de los ‘70 en EE.UU. (las de Alan Pakula, por ejemplo) sin claras señas de identidad ligadas al género puro y duro, a la izquierda (ni hablar de ambas cosas juntas, como en John Carpenter) o tan siquiera al liberalismo propiamente dicho. Suelen ser películas preparadas para que todo espectador quepa en ellas, con puntos de identificación para la mayor cantidad de público posible, como Relatos salvajes. (…) En estos dramas burgueses cuando no pequeño burgueses –clase a la que pertenecemos la mayor parte de los realizadores y del público- políticamente correctos se tratan los temas que interesan al ciudadano urbano medio tensando las cuerdas del conflicto de modo tal que exploten opiniones y lugares comunes sobre la realidad más o menos cercana pero sin incomodar profundamente a nadie, cortar el hilo narrativo conductor o poner en riesgo la identificación. (…) Esperemos que no se circunscriban a los dramas salomónicos en los que se ‘promedian’ (el término es de Mitre en una entrevista reciente) puntos de vista supuestamente antagónicos, para llegar a un acuerdo tranquilizador para las partes de una mera estructura binaria o a una pseudoelección tranquilizante para el espectador que en el transcurso de la película ha podido ver ‘el otro lado’ de la cosa.” http://www.hacerselacritica.com/fragmentos-de-un-diario-critico-virtual-vii-por-marcos-vieytes/