La noche del demonio

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

El diablo quiere ser parte de la familia

Nadie se ha tomado tan en serio como el cine la evidencia de que hay algo siniestro en los niños. Un plano de los ojos fijos de un nene de seis años puede ser más aterrador que cualquier criatura surgida de la teología, la psicopatología o la genética, nuestras tres grandes proveedoras de monstruos. ¿Por qué? No importa, lo cierto es que las películas de terror saben explotar la ambigüedad infantil en todas sus dimensiones.

La noche del demonio es y no es una de esas películas. Lo es en su mejor parte y deja de serlo cuando decide distorsionar la interesante historia que está contando para transformarla en la versión cinematográfica de uno de esos programas sobre fenómenos sobrenaturales que muestran a seudocientíficos cazafantasmas midiendo la energía de una casa embrujada. De todas maneras hasta ese punto crucial, la narración sigue el esquema clásico de insinuar más de lo que muestra.

Una familia típica norteamericana, con dos pequeños hijos varones y una beba recién nacida, se muda a una casa grande donde, por supuesto, no faltan los pasillos largos, las puertas que chirrían y los altillos oscuros (por suerte, nos ahorran los sótanos con lavarropas espásticos). En el altillo, el nene mayor (Ty Simpkins) sufre un accidente, se golpea en la cabeza y se raspa la pierna. No parece nada grave, pero a la mañana siguiente, cuando toda la familia está tomando el desayuno, el padre (Patrick Wilson) descubre que el chico no se despierta. Ha caído en un coma profundo del que los médicos no conocen las causas fisiológicas. No tan sutiles indicaciones explican que el letargo del niño se vincula a las extrañas manifestaciones sobrenaturales que se van incrementando escena tras escena. La madre (Rose Byrne), una compositora que permanece en la casa todo el día, es la receptora más sensible a esas amenazas.

Antes de desbarrancarse en una ridícula historia de proyecciones astrales y exorcismos tecnológicos, la trama se entretiene un rato con el conflicto matrimonial entre la esposa que quiere huir y el marido que prefiere no enfrentar el problema. Pero de pronto el guión se acuerda de que el protagonista es Patrick Wilson y que hay que justificarle el contrato haciendo que su personaje tome las riendas de la acción. Así es enviado directamente a enfrentarse con una legión de espectros que no parecen extraídos del infierno sino del decorado de un tren fantasma. En ese punto, la película ya ha renunciado a toda elegancia narrativa y sólo avanza a los golpes hasta el final.