La noche del demonio: la última llave

Crítica de Ernesto Gerez - Metacultura

Otra mentirita de Wan y sus amigos

James Wan nos mintió. Ya lo dijimos en algún texto por acá. Dirigió algunas películas mediocres pero relativamente buenas -tres: Saw (2004), Insidious (2010) y The Conjuring (2013)- dada la pésima relación cantidad/ calidad del horror americano siglo XXI (de todos modos, la cantidad y la heterogeneidad del género en USA, sobre todo en la segunda década de este siglo, pueden ser signos de su buena salud). Nos mintió porque no habla de nada a pesar de que se nutre de cierto horror que sí tenía algo para decir. Por ejemplo, en esta saga, de Poltergeist (1982). Película de Spielberg -con la candidatura testimonial de Hooper- que podemos verla como una de horror infantil, precursora de este género PG-13 que impulsó más la industria que los realizadores, pero que era mucho más compleja que casi todas las de terror filo-ATP actuales. Política, sobre todo, por su interesante alegoría de la América reaganiana y por su constitución feminista. La saga Insidious, por el contrario, es pura cáscara; incluso la primera, la única relativamente buena de las cuatro (y que seguramente no aguanta una revisión al igual que El Conjuro), más allá de sus ribetes metafísicos, prácticamente carece de conceptos que aporten capas de sentido a su puesta en escena. Wan es un continuador del horror Spielbergiano sólo desde sus aspectos técnicos. Es un tecnócrata del arte, un administrativo, que supo dominar gran parte del género estadounidense contemporáneo. Los herederos de sus productos (Leig Whannell o Adam Robitell) apuntan a lo mismo, un cuidado trabajo técnico, una construcción precisa de los jump scares (la prolijidad y efectividad del efectismo no lo consideramos algo negativo) y una notoria predisposición al marketing como faro o complemento.

De todos modos, hay acá un intento de trasfondo político sobre todo en el inicio, en el que la TV, al igual que en Poltergeist, también cobra protagonismo. El tubo de rayos catódicos anuncia la muerte de Stalin y los peligros del comunismo mientras las ejecuciones de una cárcel lindera a la casa protagonista hacen que las luces parpadeen. Aclaremos que en esta ocasión, asistimos a otra precuela de la Insidious original y estamos situados, al comienzo de la película, en la década del 50. La historia central vuelve a hacer foco en la dinámica familiar como en las anteriores; esta vez, en la familia de la psíquica Elise, protagonista de esta entrega junto a los Ghosthunters (el dúo Whannell y Sampson) que ya no son el comic relief sino parte de la identidad de la película: con el nerdismo de moda ya no están sólo para descomprimir el terror sino que tienen su propio camión para la aventura adolescente. El ente maligno de ocasión en el plano terrenal es el padre de Elise, uno de los tantos garantes de la paz americana, que, en este caso, somete a su hija y quién sabe a cuántas otras chicas. ¿Otra fábula de enemigo interno? No termina de serlo. Lo político y otras líneas de subtexto parecen ser abandonadas y reemplazadas por los lugares comunes de la saga, el horror perezoso, y las atmósferas prefabricadas que no contienen ni producen terror. Vemos esta cuarta parte de Insidious y sentimos que ya vimos lo mismo una y otra y otra vez. La repetición como norte, la técnica como soporte.