La noche de la expiación

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Terror y lucha de clases

Por la fuerza de las circunstancias económicas que vive el mundo desde 2008, parece que el concepto de lucha de clases volvió a filtrarse en los libros de los guionistas norteamericanos. No se supone que provoque una revolución, pero sí alguna buena película, si es que esa película ya no fue hecha en 2005, y se anticipó a su tiempo, tanto que hoy se ha transformado en un emblema de la resistencia radical: V de vendetta.

En La noche de la expiación también hay máscaras, aunque estas no representan un ideal de liberación como la careta blanca con bigotito de Guy Fawkes, sino sólo una forma de ocultar la identidad de sus portadores, quienes a la vez encarnan el ideal opuesto de que las cosas sigan como están. Sin embargo, el emisario del mal -esa clase de personajes insuperables de la imaginación anglosajona- actúa a cara descubierta (la de Rhys Wakefield, que parece la del Guasón sin maquillaje).

En un futuro cercano, la estabilidad de Estados Unidos depende de un ritual que dura 12 horas, desde las 19 del 21 de marzo hasta las 7 del 22. Durante ese período, vale todo: se puede matar, violar, robar sin recibir ninguna clase de castigo. Unos supuestos "padre fundadores", que son mencionados pero nunca mostrados, han establecido esta especie de catarsis colectiva como una forma de concentrar el horror en un único día. El resultado no pudo ser mejor: sólo hay un uno por ciento de desempleo y todos los índices del país van precedidos de un signo más.

Claro que para los habitantes de ese sueño que parece surgido de la mente de Thomas Hobbes (el hombre es un lobo para el hombre) el problema radica en cómo sobrevivir a la noche catártica, y aquí es donde se introduce el tema de la lucha de clases, porque obviamente son los más ricos los que están en condiciones de defenderse y de atacar mejor.

En un titánico esfuerzo de reducción de ese conflicto nacional a las dimensiones de una casa, La noche de la expiación muestra cómo una familia que prefiere pasar las 12 horas encerrada antes que salir a jugar con sangre se ve enfrentada a dilemas éticos y decisiones extremas en medio de esa guerra de todos contra todos.

Sin dudas se trata de una idea excelente, y si bien enseguida se nota que el único objetivo es convertir en espectáculo la lucha de clases, es decir fetichizarla -algo que no puede objetársele a una ficción-, la cosa funciona bastante bien mientras la violencia se mantiene en un estado de inminencia. Después, cuando la tensión se libera, y empiezan los tiros y la sangre, la película se ciega, y eso significa que uno puede cerrar los ojos porque lo que queda por ver ya fue visto mil veces.