La muerte no existe y el amor tampoco

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Emilia lleva una vida más bien gris en Buenos Aires con su novio cuando el padre de su amiga muerta la contacta: después de algún tiempo, van a cremar a Andrea y a esparcir las cenizas siguiendo sus deseos y quieren que la amiga esté allí. La premisa anuncia algo conocido: otra película argentina sobre el retorno al pueblo donde el viaje y el reencuentro con el pasado deben ayudar a disipar las dudas del presente. Es posible llegar a imaginarse incluso el tono: contenido, sin estallidos dramáticos, con tragedias silenciosas alimentando de manera subterránea las psiquis de los personajes. La muerte no existe y el amor tampoco es eso, pero también algunas cosas más. Desde el comienzo, los planos aplastan a Emilia en espacios pequeños que señalan la incomodidad del personaje con su situación: primero una cocina, el baño de un hospital, una ducha; después el puesto del padre, la casa de la amiga, micros, autos; todo sugiere encierro, malestar, pero también calor y seguridad; una especie de esquizofrenia de pueblo. La puesta en escena acompaña a una protagonista que busca sin éxito un lugar propio; el aprendizaje de Emilia consistirá entonces en planificar mejor el itinerario mientras proyecta un destino. Antonella Saldicco cumple con lo que se espera de ella: Emilia está embargada por emociones que la actriz no exhibe; una interpretación hecha más bien de pistas antes que de certezas. Salem tiene un trabajo parecido: debe comunicar el magma de sentimientos que atraviesa a los personajes pero evitando siempre cualquier explosión dramática que pudiera sacar a la película de su terreno y arrastrarla hacia algún género menos afín a la incertidumbre. Eso está bien manejado, pero el director, tal vez creyendo que la textura plenamente material y discreta de la película requería de alguna tenue nota fantástica, hace que la amiga muerta acompañe a la protagonista en varias escenas. Los resultados son variables: en algunos momentos, la presencia de Andrea instala una tristeza algo lúgubre que termina dándole a la película un aire distintivo; en otras, cuando las amigas parecen alegres y cómplices, como lo habrían sido cuando Andrea estaba con vida, las apariciones de Andrea producen una inquietud muy particular que se alía con una extraña plenitud, como una suerte de felicidad de espectros. El recurso se vuelve el elemento modulador que condensa la afectividad que la película contiene por otras vías. De esa forma, la película parece encontrar un perfil propio y tomar distancia de Agosto, la novela de Romina Paula en la que está basada. El libro trabaja con un realismo levemente enrarecido por la vía de la introspección: Paula horada la trama de lo cotidiano con descripciones obsesivas que transmutan lo que tocan hasta volverlo nuevo, desconocido, alienígena. La película, en cambio, tiene un pulso desigual para los diálogos: no todos los actores le imprimen a sus líneas la misma contundencia que Osmar Nuñez con su eterna dignidad cansada. Salem parece muy consciente de esto y por eso dedica menos tiempo al trabajo con la palabra y que a la deriva de Emilia y a las irrupciones fantasmales de Andrea; la película, a su vez, está menos interesada en los vértigos del relato que en experimentar con las posibilidades sensoriales del frío, la acumulación de ropa o el calor compartido con alguien. Breves cristales de felicidad que disimulan la factura dispar del relato