La decisión de partir

Crítica de Diego Maté - A Sala Llena

VIAJE AL FIN DE LA NOCHE

Park Chan-wook en modo silencioso sigue siendo Park Chan-wook. Hace varios años, más de diez, no me convencía del todo su efectismo, el carácter maquínico de sus historias, su manera de trabajar el exceso, la mezcolanza de géneros y tonos, la búsqueda de impacto a la que debía someterse cada personaje, cada escena, cada conflicto. Había algo en el cine de Park que hacía desconfiar, temer siempre que bajo la voltereta narrativa o el truco visual nos esperara el zarpazo del mercachifle, del vendedor de humo. Pero esto fue hace mucho, y hoy ya no podemos permitirnos el lujo de descartar directores como se hacía en el pasado: hoy las películas de Park, Kim Ki-duk o Lars Von Trier (para nombrar uno que no sea coreano), con sus imperfecciones, con sus tics, son gotas de agua en el desierto. Algo de esto se nota en la trayectoria del propio Park: después de un inicio de carrera bastante prolífico, las películas se distancian en el tiempo. Desde 2006, cuando estrenó I’m a Cyborg but that’s Ok, hasta Decision to Leave, de 2022, el coreano cuenta apenas cinco películas; cinco películas en más de una década y media (mientras escribo esto, me entero de que Decision to Leave acaba de ser preseleccionada a Mejor Película Extranjera en los Oscar)

Con el paso del tiempo, Park fue cambiando el registro más bien delirante de su primera etapa por otro más contenido. Decision to Leave condensa esa transformación. La película es un thriller que narra una historia nocturna, de una locura subterránea. El protagonista, un detective, investiga un asesinato y se enamora de la sospechosa. El vínculo sintetiza tradiciones tan distintas como el noir y el gótico, con la atracción irresistible que ejercen el mal y sus profundidades. La trama avanza con claridad y precisión: el director construye la relación amorosa y sus contornos de a poco, sin los apremios ni las excentricidades de otros tiempos. Pero, como sospecha el espectador, debajo de esa superficie serena laten las pulsiones de seres rotos, entregados sin culpas a la corrosión del maltrato y la muerte. Park mete una elipsis de varios meses y rompe todo: ahora el relato se muda al pequeño pueblo en el que viven el protagonista y su esposa, en las afueras de Busan. Un nuevo crimen, el primero en la región, tiene como acusada a Song Seo-rae, ¡la misma sospechosa del primer caso! El motivo de las muertes gemelas se aúna con una idea bellísima, la del asesinato como medio de seducción, como vía de comunicación que busca reavivar un amor no correspondido. Como en un pase de baile, todo se invierte, desde la asimetría romántica hasta la atribución de la culpa.

Se sabe que en las películas no hay crimen que no tenga un castigo acorde, por lo que no revelo nada si digo que el final transcurre en la playa, con una mujer que, como tantas otras del cine, se rinde a la furia de los elementos. Ahí empieza otra pesquisa, una que huele a desenlace fatal, y en la que Park se permite jugar con los géneros: del vértigo precipitado del thriller pasamos ahora a la búsqueda frenética del ser amado. El registro ominoso de la primera parte da paso a la descarga pasional del melodrama. Esta gambeta, este quiebre de cintura que hace con elegancia el director, no tiene, felizmente, la espectacularidad ni el efectismo de otras películas anteriores (como Oldboy), sino un encanto distinto, un signo de discreción que sugieren algo que, aún cayendo en un lugar común, podríamos llamar madurez. Y resulta que en su madurez, filmando una película cada mil años, Park Chan-wook nos recuerda que el cine todavía puede darnos estos artefactos sinuosos y sobrecogedores.