La chica que soñaba con un fósforo y un bidón de gasolina

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

a chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina tiene las virtudes y los vicios del buen mecanismo: en sus mejores momentos, cuando parece más aceitada, la película avanza a un ritmo notable y mantiene el interés bien arriba, pero esa tensión sostenida en el tiempo se paga con la pérdida de humanidad de la historia, y el film deviene un tosco artefacto narrativo que no sabe más que contar intrigas policiales y traumas infantiles. Se dirá que para que un thriller funcione, con eso alcanza y sobra (si esta nota fuera una crítica de diario, probablemente se leería que la película es indispensable para “seguidores del género”). Todo depende de qué le reclamemos al cine: un viaje ininterrumpido durante más de dos horas de metraje, o un recorrido con paradas que nos permita conocer algo de ese paisaje que vemos pasar por la ventanilla. Así, la visión de la primera parte de la saga Millenium era prácticamente como desplazarse en tren bala, porque la película atravesaba el universo de Stieg Larsson a velocidades casi lumínicas, sin detenerse nunca en los detalles que habrían hecho más disfrutable el trayecto (¿cómo era la rutina de Lisbeth? ¿Y su casa, y la mujer con la que duerme?). La chica… viene a corregir algo de eso, porque esta vez el recorrido ensayado por el sueco Daniel Alfredson se parece más al de un tren común, con una cantidad mayor de descansos que nos dejan apreciar con algo más de nitidez una Estocolmo nublada y modernosa con aires de policial negro.

Como se anticipaba en la primera, en esta segunda entrega, más allá de haber aumentado el número de personajes, Lisbeth se convierte en el centro absoluto de la historia. El empuje de la película es el de ella, y su vacío también: la vida solitaria de Lisbeth, sus ingenios de fugitiva y su rutina cotidiana (se la ve comprando cosas o comiendo una manzana) son las pinceladas más corrientes pero también las más fuertes de la película. Cuando ella se entera que la buscan y tiene que escaparse de su departamento nuevo, las habitaciones sin muebles y las cajas preparadas para la mudanza dicen más de ella que todos los diálogos y flashbacks juntos. Sin embargo, Lisbeth también es la responsable del tono impostado de oscuridad que adopta la película: Estocolmo es un lugar gris repleto de corrupción, la violencia y la tortura campean a lo largo y ancho del relato, la música y la fotografía están siempre exagerando lo siniestro, y la escena en la que Lisbeth se acuesta con Wu hace hasta del sexo un acto lúgubre que bordea la perversidad (prestar atención a la banda de sonido). La película parece hacerse eco del estado del personaje, como si algo de su mirada y sus gestos se trasladara a la puesta en escena. Lo que al principio prometía ser un clima tétrico más o menos bien construido, con el tiempo se revela como exceso y pirotecnia visual simplona, acaso otro de los recursos que engrasan el aparato narrativo de La chica… en detrimento de una construcción sólida de los ambientes. En semejante contexto, los rayos de humanidad que se colaban a través de Lisbeth y su rutina y que oxigenaban la rígida opresión narrativa, son ahogados de nuevo por la búsqueda fácil de impacto que practica Alfredson.