La calle de los pianistas

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Cuando estaba por entrar a la función, me anticipan que esto que vamos a ver es cine y música en conjunción y armonía perfecta. Si bien no defrauda no es lo que esperaba, para mi la conjunción perfecta estaba establecida en films como ”Amadeus” (1984), “Amada inmortal” (1994), o más alejadas en el tiempo con un registro mnemónico difuso “Sombras en la nieve” (1944), o “La otra cara del amor” (1970).

Sin embargo, “La calle de los pianistas”, dirigida por Mariano Nate, coautor del guión junto con Sandra de la Fuente, se introduce en la relación entre Natasha Binder y su madre Karin Lechner

Este dúo compone el centro esencial referente en el que se cimienta toda la película. “La calle de los pianistas” no es un documental ortodoxo, no hay entrevistas, podría hasta verse como un documental ficcionalizado, o una ficción documentada, la cámara juega como testigo, es al mismo tiempo invisible e invasora, intenta ser una cámara oculta que registra la relación de esa madre y esa hija, nada comunes, pero cotidianas, identificables, relación de conflicto como manda la que se establece entre una adolescente y su progenitora, más allá de la genialidad y el talento, de sus protagonistas aceleradas, equívocas, humanas.

El piano es más un mandato ancestral que un destino familiar en esa casa, y ese precepto tiene sustento y proyección en la abuela Lyl Tiempo, la madre de Karin, mientras que la adolescente Natasha, con solo 14 años, tiene sus propios deseos, incertidumbres, placeres, y una imperiosa necesidad de establecer un corte, tomar aire.

Situación que Karin parece respetar, más por amor que por convencimiento, claro que nunca deja de observarla, enseñarle e instruirla.

Esa entrañable tirantez entre madre-hija es el tema principal, pero no el ideal a desarrollar.

Todo, o casi, transcurre en la casa ubicada en la rue Bosquet, en Bruselas. Su vecina es Martha Argerich.

Las viviendas son contiguas una de otra, similares, están sólo separadas por una medianera, varios pisos, pero la saludable “competencia” se registra en la cantidad de pianos que poseen.

Marta es conocida por ser una gran anfitriona, siempre aparece alguien para ejecutar música y alguien que oye, no para juzgar sino por el mero placer de oir.

La película, es eso, la demostración cabal de que la gente debe prestar oídos para escuchar y ser escuchada. Madre e hija, no hay un relato, si un correlato, de una película que indaga todo el espacio temporal, lo seduce y lo constituye perspicazmente.

Marcel Proust describió la música como un vehiculo del lenguaje humano: “La música es como una posibilidad que no se ha realizado: la humanidad ha tomado otros caminos, el del lenguaje hablado y escrito”.
Una lastima, se podría decir.